Beat Sterchi: La vaca

Cien mil horas de sudor y de sangre


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– Traducción de Javier Orduña.
Sirmio-Quaderns Crema. Barcelona, 1993. 464 páginas.

La vaca es una obra maestra, hace cierta la vieja sospecha de que la literatura es capaz de irrumpir en la realidad con tanto derecho, al menos, como la historia, y a menudo con más exactitud. Y habla de sufrimiento de hombres que se vuelven verdaderos para nuestra conciencia. Y es que el pretexto que Beat Sterchi (del que apenas sabemos que nació en Berna, en 1949, que vivió 12 años en Norteamérica, que actualmente reside en España y que ésta es su primera novela) utiliza para levantar su monumental versión de Europa es la pequeña historia de Ambrosio, un emigrante español que marcha al próspero país a trabajar en una idílica granja lechera.

Magníficamente retratada: la impenetrabilidad de un grupo que se identifica mediante la repetición de los mismos códigos, absurdos o no, pero siempre idénticos (entre la máquina de ordeñar y la sal sobre el hombro), y que manifiesta su odio-miedo a la diferencia simplemente aplicando toda su capacidad de observación sobre aquellas debilidades del extraño que en cualquiera de los suyos juzga con benevolente desatención (salvo sobre aquel que ejerce de espejo del grupo, el desmurador, empujado -significativamente- al suicidio). La oposición no es frontal, ni decidida: no, es lenta y cobarde. La diferencia introduce la duda en el resto de los individuos. A minarla se comienza desde los pequeños detalles y se deja crecer la semilla; primero los inconvenientes, las habladurías supersticiosas (“cuando un cuchillo se clava así algo anda en el aire”), luego la calumnia. La calumnia es la mejor arma de una sociedad enferma: la inventa, la propaga y la cree (realmente la cree). Pero la xenofobia, el racismo, no son más que muestras de estupidez muy bien aprovechadas por el otro verdadero horror, el de la explotación cotidiana del hombre por el hombre. Y donde el tema podría rozar cierta ingenuidad, Sterchi sortea el escollo dando la palabra, en el matadero, al aprendiz: al más joven. El aprendiz (yo) lleva el relato a medias con un narrador omnisciente a cargo del recuerdo de Ambrosio.

La vaca (pacífica fuerza) sigue el mismo camino que el protagonista (tan sólo cien mil horas de sudor y de sangre, sin posibilidad de penetrar en nada): de la granja en el próspero país al matadero en las afueras de la bonita ciudad. Pero también el mismo que otros personajes de este magistral relato en el que cada línea contribuye a hacernos hervir la sangre en el interior de una atmósfera asfixiante por absolutamente real. Hablar del esfuerzo increíblemente sostenido en la plasmación de ese fondo escatológico, obsesivo, angustioso, es hablar demasiado, crear una falsa impresión de un relato que, a la larga, resulta profunda y esencialmente lírico; y es que hay que ir y leer. La novela, como la obra maestra que es, se tiene en pie por su capacidad para borrar en nuestra imaginación su cualidad de ficción; se torna verdadera, es verdadera en cuanto -sin saber exactamente qué hacer ni desde dónde- retrata a una sociedad (la nuestra, nos guste o no) que, simplemente, desplaza (empuja) a Ambrosio (y a otros como él) hasta ese límite en el que su problema es ya de la policía y no del hombre de buena conciencia. Ahí los abandona también la novela, por cierto, a Ambrosio y a los otros, para que sean (si se quiere a la inversa) problema del lector, del ser humano, y no sólo del crítico.

Babelia. El País, 18 de diciembre de 1993