Bibiana

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Me estoy tomando un vaso de un ron cubano que resulta estar mejor de lo que pensaba y viendo por la tele una película tonta pero americana en la que una mujer, de gesto suave y de dibujo recio, es comprada y vendida, deseada y rendida, defendida y ganada y secundaria y me está dando un poco de pena de la pobre Bibiana. No sé si sabe lo que se viene sobre la mesa de su recién estrenado despacho en el ministerio de Igualdad. Primero la semántica, que dice que la igualdad no significa que seamos iguales, sino que la diferencia no nos hará distintos. Y después que Bibiana va a tener que lidiar con crímenes que, en realidad, son uno y el mismo crimen tan viejo, duro y sencillo como una piedra mediana, uno que se planea cada vez que un idiota con micrófono habla del «bombo» de una embarazada, o que un graduado ambicioso hace carrera en la publicidad poniéndole a la jovencita minifaldera que pasa la Vileda por su hogar modernista una música de fondo a lo James Bond que ofende, o que alguien, sea quien sea, sostiene que caminar un paso por detrás de tu marido es una cuestión cultural, o que otro, no menos tarado, se gasta el último viaje de su bonobús en acercarse al Palacio de Cristal para ver a las chicas posar a lo ligero junto a los automóviles tuneados, o cada vez que la Iglesia católica niega el sacerdocio a las mujeres. Así se planea un asesinato cuya sangre corre por todas partes y cuyas víctimas se amontonan en el olvido que procura una sociedad más amiga de manifestarse a favor de sus productos (Chiquilicuatre, Paco el pocero) que de sus víctimas (pongamos María, pongamos Lola).

Comentaba yo éstas entre otras cosas con un señor que hacía chistes sobre su joven y eficiente secretaria, se echaba para atrás en su sillón y mostraba camisa con gemelos e iniciales bordadas. Sacaba pecho intentando hacerme creer que en casa gozaba de un poder que, en aquella sala, sólo fingía tener, y que yo toleraba por pobre, no por ingenuo. Los dos sabíamos que, en última instancia, y si cruzásemos la línea de la tolerancia entre farsantes, seguiríamos envidiándonos mutuamente. Pero él se sentía más fuerte. Necesitaba sentirse más fuerte.

– Hay que tener mucho cuidado con eso, decía. – Si supiésemos lo que hay detrás de cada caso… Y además, “igualdad” es una palabra tan grande…

Lo de los gemelos me parece bien: son bonitos, un adorno que no hay por qué no permitirse, pero lo de las iniciales nunca lo he entendido. Cuando veo a uno de esos hombres luciendo bordado autorreferente tiendo a imaginar su pasado como el de un pobre colegial al que le robaban la ropa en los campamentos de verano.

Y como nunca he visto a una mujer llevando sus iniciales en rincón alguno de su vestimenta llego a la conclusión de que lo de los caballeros es una reafirmación de identidad semejante a los golpes de pecho de los gorilas. No se lo pregunté, sino que siguiendo su consejo le pedí una cita a su secretaria y me la dio, y nos pasamos en Marbella todo el fin de semana riéndonos de él y…

– No mientas, Suñén.
– ¿Y tú que sabes? A lo mejor me pasó antes de conocerte.
– Antes de conocerme eras más aburrido que una película de aviones.
– Vale. Ha sido un desliz cómico-narrativo…
– Y muy malo. Ven y mira esto.
– …
– Ven.

Raquel me coge de la mano y me arrastra hasta la cocina. A penas consigo llevar conmigo el “Legendario”. Señala la esquina superior izquierda de uno de los muebles. Pangur y yo nos quedamos mirando sin saber qué mirar.

– ¿Qué pone ahí?
– ¿Forlady?, pregunto mirando a Pangur, que como es habitual en él nos ha seguido, finge haberse distraído al paso de un fosfeno.
– Exacto.

Pobre Bibiana; acaba de llegar y ya le quieren vaciar el ministerio los fabricantes de automóviles, las compañías publicitarias, los periodistas imbéciles, las series televisivas para adolescentes, los programas del corazón y los jueces refractarios; no lo va a tener nada fácil, nada fácil.

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