Cariño, o La España de Damocles

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Debía pasar por el quirófano para una intervención maxilofacial de poca importancia, pero el protocolo exigía, por lo visto, estar en ayunas desde las siete y desde las doce de la mañana semidesnudo en la cama de una habitación que no necesito describirles. Tres horas después, aproximadamente, entraron dos hombres. Uno parecía un celador, el otro debía de ser el empleado de mantenimiento a juzgar por su grasiento cinturón de herramientas. Entraron sin anunciarse y comenzaron a desenchufar y revisar algunos cables en la cabecera de mi cama. Por lo visto yo les había advertido de que algo no funcionaba. No hice tal cosa.

— No doy crédito.

Por lo menos me encontraron leyendo, y no bebiendo de la petaca de orujo que hubiese podido llevar –pero no llevaba– o armando la bomba que podía haber introducido –pero no introduje– en mi pequeña maleta de aspirante a anciano. Una hora más tarde entró una enfermera.

— Voy a tomarte la temperatura, cariño.
— ¿Cariño? No, por favor, llámeme Suñén, o señor paciente, pero ¿cariño?
— Perdone si le he ofendido.
— No me ha ofendido, de ningún modo, pero si va a darme un tratamiento, prefiero que sea el correcto, no ese que es como una palmadita en la espalda en vez de un Válium.

Media hora después, otra enfermera deja sobre mi mesilla un vasito conteniendo dos dedos de un líquido que debo usar «antes de bajar».

— ¿Bajar a dónde, cuándo?

No hay respuesta, salvo la habitual en cualquier solicitud de aclaración en este raro mundo en el que compromiso significa cautela.

— Abajo, antes.

Finalmente la operación se realiza, a las cinco de la tarde, sin grandes dificultades y vuelvo a la cama, según parece, con fama de antipático.

Duermo como un bendito y a las siete de la mañana me encuentro como una rosa, pero el doctor (observen que él es «el doctor» y yo era «cariño») no me puede dar de alta hasta las once, porque «tiene consultas».

— Yo también tengo prisa. ¿Puedo vestirme, por lo menos?
— No, es mejor que siga así.

Me visto y prosigo mi lectura de Filosofía antigua, de Peter Kingley. Voy por la página 157.

A las once y un minuto entra el señor doctor con su asistente. Por primera vez, alguien llama a la puerta antes de entrar.

— Tiene usted buena cara –dice ella.
— Siempre la tengo.
— Pues a ver, cara guapa –tercia el doctor que, por lo visto, se ha levantado campechano, confianzudo y gracioso (o que quizás quiere presumir ante su subordinada de saber intimidar a los antipáticos, o es fan de House)– abre la boca.
— No sé si es buena idea.

En cualquier caso certifica, algo contrariado, que todo ha ido muy bien y añade que prefirió hacerme pasar allí la noche porque había salido de la anestesia un poco inseguro (yo). Lo dice como si esa estadía no hubiese sido previamente presupuestada en su preceptivo documento. De lo de no dejarme salir a las siete de la mañana no dice nada. Me prohíbe fumar, pero no sé si debo tomarme en serio a alguien que me acaba de llamar «cara guapa». Me prescribe media docena de fármacos monjiles y se marcha. La asistente me informa de que me llamará para una última revisión.

— Pero no me ladre.
— No se preocupe, yo sólo ladro a los veterinarios, no a los médicos.

Así, en la España de Damocles, una sencilla solicitud de trato, se convierte en un historial delictivo.

Ya han adivinado ustedes (por la naturaleza de la intervención) que no hablo de la seguridad social, hablo más bien de esta España, sin termino medio, siempre a punto de caer sobre nuestras cabezas, en la que hasta el acomodador de un cine se cree Napoleón y o te dejas tratar con condescendencia por gente que no sabe de ti ni lo que pone en sus formularios, o eres un avinagrado anarquista a punto de ser detenido. También me llaman «cariño» las vendedoras de las tiendas de ropa de Ponferrada, y contesto, ingenuamente, lo mismo; claro que ellas no tienen mi vida en sus manos.

¿Y esos camareros de restaurante caro que tuercen el gesto si les hago notar que determinado postre requiere tenedor y no cuchara?

— Pues es la primera vez que me lo dicen, cariño.
— Pues ya lo sabe usted.

De regreso a casa, mientras pienso que cualquier día me voy a llevar un susto por no callar, el taxista no me llama «cariño» pero me ilustra prolijamente sobre el hecho de que sacar a Franco de su mausoleo es perturbar la paz de los muertos y una cosa que sólo sirve para revivir un odio ya olvidado.

— Será el vuestro.

A lo mejor en este país somos todos franquistas, unos de derechas y otros de izquierdas. Los de izquierdas te llaman cariño, los de derechas te aplican la ley mordaza; todo por tu bien, todo autoritariamente. Por cierto, que la segunda muerte de Franco (habrá otras todavía) debería de servir para que seamos conscientes de que La gran preocupación de la derecha es que empecemos cuestionando su afición a (o, mejor dicho, su necesidad de) colonizar nuestro pasado y terminemos descubriendo hasta que punto somos sus víctimas.

Porque quieren vencidos, no gobernados.

Por la noche, en la televisión, Pablo Iglesias explica muy bien que los gobiernos de coalición son una necesidad en cualquier democracia verdadera. Luego añade que si el PSOE pactara una con el PP demostraría su desprecio por el electorado. Me pregunto si no es un poco contradictorio; me respondo que no del todo, porque es cierto que abandonamos el bipartidismo, y que eso es bueno, pero lo hacemos construyendo dos bloques igualmente bien definidos (rojo y azul) lo que hace que uno se incline por sugerirle a los partidos que acudan a las elecciones con las coaliciones hechas. En ningún momento el entrevistador ha llamado a Iglesias «cariño». Debe ser que en Madrid no se estila, o que es taxista. Tampoco lo ha insultado.

Hoy por la mañana he tenido que telefonear a telefónica, valga la redundancia, para avisar de que, ¡o sorpresa!, el adsl (¡qué atraso, señor, qué atraso!) no estaba funcionando bien.

— ¿Es usted el titular de la línea?
— No –respondo atragantándome con el humo del cigarrillo.
— ¿Me diría su nombre, si es tan amable, para saber cómo dirigirme a usted?
— Llámeme «cariño».

En alguna parte, en la Internet, leo un comentario que dice que Sánchez no es más que «un dictador antidemócrata», como si los hubiese de otro tipo (¿o en la cabeza del autor lo hay?). La cantidad de palabras que ya no significan nada es directamente proporcional al número de especies en vías de extinción. El colapso climático es de hecho un colapso moral, es decir político y, por ende, de discurso, lingüístico. También Abascal habla de «independentistas violentos», como si los otros le mereciesen algún respeto, como si el mero hecho de declarase independentista no fuese ya, en su cabeza, una muestra de violencia, como ser feminista.

Veo (llevo días viéndolo) como en esta España de Damocles cuatro horas y media de manifestación pacífica y multitudinaria contra una sentencia ciertamente discutible (y hasta preocupante) tiene menos valor informativo que media de vandalismo minoritario que las fuerzas del orden, superiores en número y formación, acorazadas de pies a cabeza y armadas hasta los dientes, no son capaces de prevenir.

— Tú, cariño, al furgón.

O su variante:

— Tú, hijo puta, al furgón.

Raquel, que no pudo estar conmigo en el hospital porque (estas cosas pasan, ya lo saben ustedes) tuvo justo ese día que llevar a su madre a León para una revisión completa con pernocta igualmente presupuestada, acaba de llegar.

— Hola cariño.
— No me digas así, que ya no significa nada. Dame un beso.

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