Distracción

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Parece ser que llevamos sin una sola ley nueve meses. No le pregunten a un servidor si eso le parece bueno o malo, seguramente piense que lo que todos deseamos (lo que nos une) es que no se redacten más leyes de las estrictamente necesarias y poder confiar en la policía.

Quizás nuestros bienamados líderes, del color que quieran, deberían, por una vez, rebajar el tono de esa conversación que aseguran no estar teniendo y preguntarse un par de cosas. La primera es sencilla: ¿Hay algo más allá de mi percepción de la realidad, leo verdaderamente la realidad con el grado de atención que se merece? Quizás me quedo en su plano de carreteras, ese que une capitales importantes entre sí, e ignoro que la realidad es lo que ocurre en los espacios intermedios, pintados de verde o de blanco. La segunda es fundacional: ¿qué desea la gente que habita esos espacios intermedios entre las líneas de tránsito de los intereses geopolíticos, o sea el presente?

Hace unos pocos días, volviendo de llevar a Ana Rossetti a la estación de autobuses, ya en el tramo de tierra que nos deja en la puerta de casa, Raquel tuvo que frenar ante una multitud de pajaritos que invadían el camino. Uno, de mayor tamaño (los demás, quizás una docena que desaparecieron de inmediato, tendrían el de un gorrión) cruzó la verja de la huerta y se posó en el árbol de la bruja. Desde allí, la tórtola (era la tórtola) nos devolvió la mirada un rato largo y autoritario a través de la ventanilla antes de emprender vuelo hacia el norte y perderse en los agujeros occidentales, rojizos. La media veda para su caza caza comenzó hace unos días, coincidiendo con la época de reproducción.

Al día siguiente compramos una de esas sombrillas grandes, de bar, para cobijar a la mesa de piedra (que se quedó sin protección durante las horas en las que era presidida por el gran álamo que se derrumbó, como saben, sobre el guindo que se la procuraba). También rastrillamos algunas calvas del césped y repartimos, sin mucha esperanza, semillas nuevas.

Estábamos tomando un helado a eso de las ocho u ocho y media. Pangur dormitaba sobre la tierra removida y, naturalmente, sobre las semillas recién regadas, cuando yogur apareció con un ratoncito en la boca. Lo soltó y empezó a jugar con él. Quienes tengan gatos y vivan en el campo conocen el procedimiento: el gato no tiene ningún interés en matar al ratón.

Bajo la mirada distante, pero de anhelante aburrimiento, del perro Fiel, Yogur jugaba y Pangur descansaba. El ratón se hacía el muerto y yogur fingía creérselo, u olvidarse de él (gato tonto), y cuando se movía adoptaba la posición acecharte de sus fantaseados ancestros y saltaba sobre su juguete con la delicadeza precisa. Hasta que el ratón, su juguete, se escondió debajo de Pangur.

Pangur se limitó a no mostrar alteración alguna y Yogur no se atrevió a perturbar al azar. El ratón permaneció a salvo entre el pelaje de su protector hasta que yogur se cansó de esperar. Cuando Pangur se levantó corrió bajo la yedra, que en esa zona, invade parte del jardín.

Ha muerto Gustavo Bueno, un hombre cuyo único pecado era darle más importancia a las definiciones que al uso visceral, y erróneo, que solemos hacer de las mismas, y que sin duda habría afeado un poco la costumbre de un servidor de insinuar mensajes en cuanto eventualmente lo rodea: su tendencia a distraerse. Seriamente, lo hace porque le facilita meditar en profundidad sobre eso, lo que sea, que nos está sirviendo dos realidades como si tal cosa fuese una idea aceptable. Lo entendería perfectamente, don Gustavo. También entendería la imposibilidad de fiar a una opinión presente la diferenciación entre lo que es bueno y lo que es malo sin definir primero que es presente y qué es tránsito.

Al día siguiente llovió lo suficiente como para permitirme no regar y encontré tiempo para escribir estas lineas. Por la noche, con Raquel, en familia, vimos una película titulada «El abrazo de la serpiente». La tórtola, Raquel y un servidor, Pangur, el perro Fiel, la yedra: somos parte minúscula del abrazo de la serpiente. Sabemos una cosa: si perdemos, perdemos todos. Las nubes empiezan a dejarse ver como siempre, con más frecuencia que hace unos días. Y hay que ir pensando en volver.

Afortunadamente servidor no tiene dónde volver si no es al presente, así que construirá un pasado bajo sus pies ligeros, con ayuda de los ratones, los perros, las tórtolas y las trepadoras (embriagadas por una altura que no les corresponde) y a pesar de la distracción de los gatos (siempre alerta en su juego insignificante) y del topo que todo lo ve, todo lo ve, para meditar a gusto sobre un asunto importante que no le abandona nunca a nadie, se mueva o no.

La verdad es que podíamos haber perdido seguridad y haber ganado definición; pero seguridad y definición, dicen los sabios, son términos cuya convivencia es difícil, quizás, incluso, incompatible con la vida.

Entro en casa como quien regresa al aula tras una ensoñación furtiva, y el petirrojo (que me presentó a su pareja hace pocos días, más seguro que definido) se posa en el alfeizar de la ventana de la cocina apurando un último rayo de sol. No trae un mensaje, sólo paciencia. Servidor tiene una pila de trabajo, y lectura; y sed de presente, no de tránsito.

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