Downton Abbey

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La relación honesta, de buena fe entre los hechos y su propósito, según es preferencia que se dé entre los seres humanos, parece no ser ya más que un asunto para adolescentes gafa-pastas, aburridos filósofos gerontófilos y comunistas. El análisis, esa herramienta que hasta ahora servía con cierta eficacia para valorar el grado de verdad de un aserto, o de rectitud de una conducta, se ha convertido por arte de escamoteo en simple opinión: terreno que desciende a gran velocidad hacia ese minimalismo obligado por la brevedad narcisista de las dos grandes vías de comunicación de nuestra época: el titular periodístico y el «tuit», condenados a una permeabilidad insana, a la gestación y parto de un producto tercero, mental y cómplice (atolondrado) de pescadores en río revuelto.

— ¿Me puedes atender ahora?
— Espera.

El gato Pangur ha estado viendo Downton Abbey, una serie televisiva que se volvería incómoda si se le restituyesen las ratas que el guionista ha borrado tan cuidadosamente, pero que tiene el buen gusto de no añadir unicornios a su nostalgia.

Downton Abbey es un producto artístico en muchos aspectos, my lord.
— Como el sexo.
— ¿Perdón?
— Nada, cosas mías.

El gato Pangur está empeñado en que se le nombre Primer Lacayo, a pesar de que servidor le ha ofrecido varias veces el título, ciertamente de mayor mérito, de Marqués de Mopa… Razona su negativa en el hecho de que, siendo Primer Lacayo, puede tener a sus ordenes al gato Yogur, en calidad de segundo, lo que resulta más que suficiente, mientras que una corte tan corta resultaría ridícula al servicio de un marqués. No le falta razón

— Bueno, ¿qué?
— De acuerdo. Enhorabuena por tu nombramiento, Pangur.
— Gracias my lord. ¡Yogur, Yogur, ven aquí inmediatamente!

Pangur ha salido disparado hacia no sabe servidor dónde y es de esperar que ande ocupado el resto de la mañana; así que, tras suponer la absolución de sus lectores por esta indeseada interrupción, continuará con su parlamento.

¿Cuántos suicidios van por culpa de los desahucios, ¿tres, cuatro, cinco? El último hace pocos días en algún lugar tan justo como cualquier otro de este país deseoso de ser allanado. Mientras eso ocurre, los bancos son investigados por estafa sin grandes avances, más de un constructor sigue en paradero desconocido; los políticos corruptos y los policías torturadores son, junto a los grandes defraudadores a hacienda, amnistiados por el gobierno mientras a los jueces se les escapan los Golfos Apandadores al completo por unos huecos garantistas que servidor no criticará, pero que no dejan sin embargo pasar ni un pelo del más pequeño de los indignados; el FMI o la OCDE no dejan de columpiarse en sus regiamente pagados análisis, y la Asociación Española de Banca aconseja construir pisos como medida infalible, in-fa-li-ble, para salir de la crisis. ¿Será esta ya la antesala de esa «nueva época» de la que tanto hablan los futurólogos, los politólogos, los ansiolíticos? ¿Estará efectivamente llegando un mundo en el cual los seres corrientes y occidentales, aspiren como antaño y como mucho, muchísimo, a ser Primer Lacayo con derecho a esterilla en la bodega?

El caso es que el señor Rajoy dice que en absoluto su gobierno está castigando a los más débiles, y lo afirma con la misma naturalidad con la que el escritor Paul Auster aventura que “toda forma artística es como el sexo” o la Korean Central News Agency fundamenta la existencia de unicornios en la inscripción de una cueva próxima a Pyongyang. Todo vale. También el rey, su majestad don Juan Carlos I, nuestra particular versión de RoboCop, que acaba de salir de su enésima operación pagada por el pueblo en una clínica privada, promete que en adelante procurará abstenerse de realizar ejercicios de gamberrismo tales como cazar elefantes o caerse.

— Y Sara Carbonero apuesta por el estilo barroco, ¡qué vulgaridad!, añade Raquel que acaba de entrar tras una larga boquilla de marfil luciendo modelito Belle Époque de lino, diadema, zapato bajo y un collar de perlas hasta los tobillos. — ¿Has visto a Pangur? Quiero discutir con él la disposición de la mesa para la cena de esta noche.
— ¿Tenemos invitados?
— No, ¿por qué?

Principia Marsupia, un bloguero, recordaba hace unos días aquella propuesta de Mark Twain de cambiar a los reyes por gatos. «Serían tan útiles como cualquier otra familia real, no tendrían menos conocimientos, poseerían idénticas virtudes y serían capaces de iguales traiciones, tendrían la misma propensión a armar embrollos y tremolinas con otros gatos reales», defiende Clarence en Un yankee en la corte del rey Arturo, añadiendo que además saldrían baratísimos y que ostentarían un derecho divino tan solvente como cualquier otra casa real, de modo que «Micifuz VII, o Micifuz XI, o Micifuz XIV, soberano por la gracia de Dios», les quedaría igual de bien que a cualquiera de esos mininos de dos piernas. Dos piernas de titanio, matiza un servidor mientras su gato escucha atentamente y en posición de firmes las explicaciones de Lady Raquel.

Quizás nunca debimos cruzar el Rubicón en tiempos del ahora tan celebrado don Felipe González y hacer cesión de siesta, humano ritmo, pocas necesidades y buena conversación a cambio de convertirnos en la Corea de Europa, pero a lo hecho, pecho. Y bien pensado (así las cosas): es posible que se acerque otra época, después de todo, pero no va ser precisamente esa que esperan los ambiciosos, los entreguistas, los vendedores de unicornios y los teóricos de la nueva corte eduardiana. Si viene, no va precisamente a ser esa en la que al final se salvan. Servidor está convencido de ello, y lo explicaría con más detenimiento si no tuviese urgentemente que poner orden en su propia casa, así que les dará un titular: «Si no pueden encontrar la verdad ni asumir la justicia igualitaria, se apagarán con deshonor y sin remedio».

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