El agujero del donut

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Estaba servidor desayunando un café solo y una rosquilla lista con trocitos de chocolate cuando le sobrevino una de esas distracciones metafísicas a las que tan expuestos estamos los que vivimos en el campo. El sol le calentaba el rostro y servidor se quedó unos momentos admirando la parsimonia con que su luz se adhería a la ceniza dulce y compacta, fulguraba en lo alto de la rosquilla y, evitando cuidadosamente los escarbillos, se deslizaba hasta caer sin solución en el interior del agujero. Como si la razón de la existencia fuese a revelársele allí mismo, servidor se asustó un poco, pero reaccionó a tiempo y en lugar de preguntarse ¿a dónde vamos? o ¿de dónde venimos?, dio un sorbo a su café, encendió un cigarrillo y exhaló con desinterés un anillo de humo que se dirigió hacia el frigorífico con acuática lentitud.

El ser humano llegó a la Luna sabiendo que aquello era mucho más complicado que lanzarse por las cataratas del Niágara en un tonel, y también más significativo, pero que respondía al mismo espíritu deportivo. Ahora pensamos que llegar a Marte será como encajar el naipe dentro del sombrero, pura rutina, y ya hay unos pocos tipos duros con gafas anticuadas y los cuellos de la camisa sin planchar convenciéndonos de todas las formas posibles de que nuestro destino será interplanetario o no será. Y cuando alguien les advierte de que quizás deberíamos ocuparnos antes de nuestro propio mundo nos miran con gesto paternalista y severo y dicen:

— ¡Vaya! Conque queremos recoger nuestro cuarto, en vez de salir a jugar, ¿eh?

Por lo que se ve, la inteligencia nos ha hecho creer que estamos anclados al suelo debido a algún malentendido que ya se aclarará, pero que mientras tanto podemos considerarnos «libres de servicio» en este planeta de nadie. Lo sabemos, sabemos que es un engaño, pero como buenos yoquepierdistas valoramos lo productivo del error y vamos a aguantar la comedia mientras sea rentable. Si finalmente nuestro destino no es ir vagando de basurero en basurero hasta llegar a la cuna de la creación (lugar que servidor se imagina con grandes dificultades), ya se nos ocurrirá algo. De momento nos ha ido muy bien encontrando el mejor sitio, el más espacioso y cómodo junto a las virutas de chocolate y donde siempre hay gente limpiando. No vamos a deprimirnos ni a ponernos histéricos porque otros se caigan por los bordes del glaseado, no es como si se murieran para siempre y no pudiesen pagar a los que limpian.

Ver nuestra tendencia a creernos superiores como algo punible es exagerar las cosas. Somos superiores, pero reconocer que esa superioridad es deber y no derecho (los seres humanos somos animales excesiva e inútilmente arrogantes) nos está costando demasiado tiempo y, según tiene observado un servidor, un poco de felicidad. Menos mal que Paul Allen, cofundador de Microsoft, tiene un plan para llevarnos a dar una vuelta por el espacio en el avión más grande del mundo.

Ignoramos si existen inteligencias superiores a la nuestra en alguna parte, y si están interesados en conversar. Si existen y lo están es mucho mejor que les dejemos a ellos la iniciativa y que nos centremos, nosotros, en el estudio de las inteligencias inferiores que, en su mayoría, nos son muy afines hasta que el nivel desciende bruscamente desde la ternura a la repugnancia y el paisaje comienza a recordar al de una playa: la tierra y el agua, claramente distintas, se disputan aún algunas zonas, pero a grandes rasgos dibujan una frontera tan evidente como ecuánime. Desde esa regiduría fronteriza, y no desde esta urgente economía de alagartados y rompenecios que tanto se nos receta, deberíamos empezar a pensar en un mundo que, imaginaciones a parte, es el único que linda con nuestra importancia. Deberíamos pensar más en el mundo en que vivimos y fantasear menos, al son de una ciencia demasiado preocupada por su popularidad, con llevar nuestras cuitas a otras galaxias. Para eso tenemos tiempo, unos mil millones de años.

Servidor juraría que el donut le ha mirado de reojo con su único ojo, justo antes de que se lo llevase a la boca. «Después de todo era una rosquilla lista», le dice al gato, que ha encontrado una miguita de glaseado en el suelo y se revuelca feliz sobre ella, ignorándole. Empieza el día.

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