El bandido Cucaracha

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No sabe si a ustedes el suyo, pero a servidor siempre le ha producido curiosidad su propio apellido, tan moderno y con todos los defectos que la anglófila Internet le achaca; pero cuando lo investiga no pasa de establecer una vaga relación con los Sunier, o Sunger o Sunyer de este mundo y suponer que, tras su aparición en Aragón, se nasaliza la «r» final del apellido y en algún momento el grupo «ni» o «ng» (o «gn») o «ny» comienza a escribirse «ñ». El acento agudo es también típico de la zona.

Pero servidor se he topado ahora con Mariano Gavín Suñén, el bandido Cucaracha, y por supuesto ha decidido adoptarlo de inmediato como el mejor y más noble de sus ancestros. Lo de «el Cucaracha» le venía de lo bien que cantaba la conocida canción. Esta faceta musical del bandido tiene su peso a la hora de valorar la importancia de sus genes en una descendencia que (servidor da fe) adora la música en todas sus manifestaciones.

Mariano era hijo de Manuel Nicolas Gavín Ariño, probablemente natural de Alcubierre, y de Ignacia Suñén, probablemente natural de Uncastillo. Lo irónico es que cayó bajo el fuego de la misma Guardia Civil en cuyos cuarteles nacería la madre de un servidor («una es hija del cuerpo», suele decir doña Mari) muchos años más tarde.

De mil trampas él s’escapa, nunca lo pueden pillar,
l’envenenaron el vino para pode-lo cazar.

Su delito: robaba a los ricos y se lo daba a los pobres. Y en eso se encuentra servidor cierto parecido adicional con el hijo de la Ignacia, ya ven.

– No hables de más, Cucaracha jr., me advierte Raquel.
– Entiéndelo como una metáfora.
– Como si no pudieses acabar en la cárcel por culpa de una metáfora.

Vale. Pero es que desde que tiene antepasado se siento servidor como más integrado en la historia. Y es una sensación muy placentera. Sale a la calle y lo hace sin miedo. Los presuntos atracadores, folloneros o abanderados leen en la nueva frialdad de sus ojos una advertencia que los detiene. Es lo bueno de descender de delincuentes legendarios, y de guardias civiles (las dos caras del poder): lo notan, lo notan enseguida y se acobardan sin saber por qué. No tiene servidor un retrato del cucaracha, pero va a encargarle a un amigo poeta que malvive en Zaragoza  que le consiga unos cómics. Ha visto algunas portadas en Internet, y el parecido es incuestionable: esos ojos pequeños y escudriñadores, esa barba, esa boca lineal y determinada, esas orejas de soplillo…

– Sí, dice Raquel. – Un parecido evidente: como el de Pujol y mister Bin, o el de Zapatero y el capitán Haddock, o el de Rajoy y el maestro Yoda…
– …

No ha seguido hablando, una mirada «de esas», de las que echa ahora un servidor, ha sido suficiente. Y está pensando servidor que Magaz de Abajo es una tierra propicia para el bandolerismo, plagada de encrucijadas y recovecos mal iluminados, y donde las huellas de una cuadrilla conocedora de los caminos son difíciles de rastrear. El sombrero lo tiene ya, y la escopeta; sólo le falta el cachirulo («Yo te regalo uno, cielo», dice Raquel muy bajito). Tampoco es uno tan viejo como para no poder cambiar de oficio.

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