El día de la huelga

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El día de la huelga se levantó servidor bien temprano y en la cocina se encontró a Raquel haciendo una paella. No había más remedio; porque no era una paella para un servidor, ni para Raquel: era una paella de las que hay que hacer por narices, con huelga o sin huelga, sea laborable o festivo. La puso en uno de esos contenedores a propósito y en un bolso grande que se colgó al hombro y dijo:

— Luego iré a la manifestación. No sé cuando estaré de vuelta, cómprale una lata de comida a Ovidio, que no tiene. Luego traigo yo un saco en el coche.

Raquel no le preguntó si pensaba o no acudir a la manifestación. Servidor, que nunca se ha sentido un extraño entre las mujeres, se hubiese sentido un extraño en esa manifestación. Así que pasó la aspiradora, puso el lavavajillas, leyó (por encima) las noticias debajo de la noticia y se fue a dar una vuelta con Ovidio hasta el pueblo para comprar pan y la comida de Ovidio. En la tienda, una mujer a la que servidor no recuerda haber visto en su vida murmuró al pasar junto a él:

— Esquirol.

El dependiente, al que tampoco había visto en su vida servidor, lo miró con cara de complicidad y dijo:

— No haga caso.

Servidor no hizo caso. Pagó, tranquilizó a Ovidio que se alegraba excesivamente de verle de nuevo y se dispuso a obsequiarse un aperitivo antes de regresar a su fortaleza.

— No sé qué hacen los que nos gobiernan. — dijo Quique. — Poco bueno.
— Un vermú.
— Mira, esa es la única que no ha hecho huelga hoy — continuó hablando y, bajando la voz, añadió: — Una mujer de bandera, por cierto. ¿Y este perro?
— Este perro es Ovidio, Quique, lo conoces perfectamente. ¿Me pones un vermú, por favor?
— Con ginebra.
— Ni se te ocurra.

Servidor se quedó pensando en esa expresión: «los que nos gobiernan».

— ¿A ti quién te gobierna, Quique? ¡Y no me digas que tu señora!
— No. No, no. A mí, Mariano. – Respondió dejando en la mesa el vermú y un platito con unas rodajas iridiscentes de alguna clase de carne transformada en pizarra por el sibaritismo de un microclima privilegiado.

Aunque sepamos de sobra que la diferencia entre la derecha y la izquierda es que la primera gobierna para sí misma, hay que suponer que Mariano nos gobierna a todos (incluso a servidor, a pesar de su naturaleza escapista y desobediente, o sea: a pesar d su abnegación) pero hay que considerar que antes y después de Mariano media población (pero más) se define por su obligatorio sometimiento a prejuicios (apartidistas, impersonales, fantasmagóricos, reales, ubicuos) que le hacen muy fácil el trabajo a Mariano.

— Le has puesto ginebra.
— No, no. Sólo vermú.
— Me sabe a ginebra, Quique.
— No, no.

¿Quién puede gobernar? Mejor dicho: ¿qué requisitos previos a la fatal voz de las urnas deberían cumplir quienes deseasen gobernarnos? Es evidente (a servidor le parece evidente mientras apura su vermú) que esta huelga señala ya una dirección muy concreta. Quien desee gobernarnos debe ser feminista. Es decir, debe creer que las capacidades naturales de hombres y mujeres son iguales e introducir en el sistema las correcciones necesarias para que las circunstanciales no modifiquen este hecho.

— ¿Algo más?
— Pon otro. Gracias.
— ¿No te comes eso? ¿Te pongo otra cosa?, ¿aceitunas?
— Aceitunas — repite servidor algo hipnotizado por la nevada mole del monte Teleno que, iluminada por el sol, parece vigilar desde una autoridad que jamás tuvieron seres humanos o instituciones y que, en su día, hasta el reloj de la iglesia debió envidiarle. Es un monte que a servidor siempre le ha impresionado, y que a través de la cristalera parece estar más cerca de lo que está realmente. Ovidio bosteza a los pies de un servidor, y le mira con extrañeza, como si también él hubiese perdido el hilo de sus pensamientos.

Feminismo.

Pone primero esa condición, la de feminista, servidor, porque el contexto lo facilita, pero hay más en un desorden que corresponde a coherencia, no a falta de valoración. Servidor duda seriamente de que alguien que crea en la existencia de un ser supremo, cualquier creador que juegue con sus creaturas al juego trascendente y gratuito de la fe recompensada, carecerá necesariamente de una visión de la realidad lo suficientemente despejada como para gobernar a nadie. Tampoco le parece que un rico posea el punto de vista ideal para ejercer la administración común desde la experiencia imprescindible. Servidor excluye también de su imaginaria lista de ininvestibles a cualquiera que afirme que hemos sido visitados por extraterrestres en el pasado, que la homeopatía es una ciencia, que Benedetti es un buen poeta, que aquel colega de pupitre que odiaba el deporte de competición y no comprendía la necesidad del interés compuesto era una chica, que la tauromaquia es un sano entretenimiento con visos de arte mayor o que su pueblo es el mejor del mundo. La persona que nos gobierne no debería de ser de ninguna parte. Sólo los súbditos son de alguna parte. Ni tener sangre azul, la sangre azul sólo transmite corrupción y sólo corre por las venas del darwinismo social. Pero todo esto son generalizaciones.

España.

Si servidor desciende desde su vermú hasta España a la condición feminista (y a las otras) hay que sumarle el propósito de derogar la ley mordaza, restituir, al menos a su anterior redacción (aunque una reescritura clarificadora sería mejor), el artículo 135 de la Constitución, instituir una educación pública no prusiana, acordar una ley de contratos del estado que contemple esos presupuestos éticos que están en la mente de casi cualquiera que no sea esa señora que le llamaba esquirol a un servidor por hacer lo mismo que ella, el dependiente que le recuerda que manos blancas no ofenden o el barman que le pone ginebra en el vermú porque le quiere… Sigue una lista de longitud variable, aunque sólo excesiva para los límites de esta divagación, que servidor va repasando en su cabeza y que termina siempre sugiriendo a cualquiera que aspire a gobernarnos que no lo considere una victoria.

Ovidio se para en seco y se sienta avisando a servior, que ya seguía para Villafranca, de que hemos llegado.

En casa, cae en la cuenta de que no ha sido su mañana una mañana cualquiera, sino una clara entre lluvias. Le molesta abismarse en la reflexión de que nos educamos contra nosotros mismos, reconocer que no somos capaces de abandonar un modelo basado en la ambición y en el abuso y formar, de una vez, una generación de cambio, y que no lo somos porque porque todo eso a lo que llamamos cultura trabaja contra nuestros esfuerzos debajo de nuestros esfuerzos. Come poco, de sobras, planta media docena de esquejes de rosal antes de que llueva otra vez y se echa una siesta, y tiene un sueño raro, servidor, del que le saca la voz de Raquel. Pero ya se lo contará a ustedes otra noche.

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