Pulgas para el fin de los tiempos

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Ustedes pueden argumentar lo que quieran, pero cuando alguna cosa llega a Magaz de Abajo es verdad, y últimamente se comenta que el fin del mundo ya ronda entre los zarzales.

No es sólo que en la provincia china de Jiangsu estén explotando las sandías o que un juez haya impuesto una fianza de un millón de euros a una eólica por molestar a un urogallo, o que un hombre en Australia se haya inflado como un globo al introducírsele por el ojete, accidentalmente, la boca de la manga de aire de una gasolinera, o que los pepinos importen y mucho; eso son claras señales, desde luego, pero cuando los viejos empiezan a atacar a los jóvenes y éstos a escuchar a Bob Dylan es que hay un serio motivo de preocupación. Del mismo modo en que un cervato es un Bambi, un apósito profiláctico una Tirita o un analgésico una Aspirina, los hombres y mujeres de mi generación somos Hippies, cantos rodados, y recordamos perfectamente lo dolorosa que es la mordedura de la pulga. Algo logramos, después de todo; aunque sólo fuese la sensación de que el futuro era algo en lo que se podía confiar.

Pero ahora, me cuenta Emelio, andan los fasionables pudientes diciendo que los hippies son los jóvenes y que en la puerta del Sol de Madrid se les están comiendo las pulgas como en el treinta y seis, que parecen parados y que hay que echarlos. Le digo que hace muy poco que he estado allí, y no me ha picado nada, pero es verdad que a la vuelta el Mercedes 300 Diesel que durante algo más de treinta años no había tenido una sola avería nos dejó tirados, a Raquel y a un servidor, en el kilómetro 68 de la carretera de la Coruña, a la altura de El Espinar. Eso es incuestionablemente otro signo de la proximidad de los últimos días.

— Amo.
— Dime Pangur.
— Las nuevas normas. Apréndetelas bien que te las pregunto cuando vuelva de pasear a Yogur.

El papel que me acaba de dar Pangur, escrito con una caligrafía desaliñada y nerviosa, dice:

Decretamos y ordenamos que desde ahora, y para siempre, las personas no deberán comer o beber con gatos; ni implicarlos en sus fiestas ni bañarlos. Los gatos no permitirán que las personas tengan honores civiles ni autoridad por encima de los gatos, o que ejerzan sus trucos y añagazas a menos de quinientos metros de cualquier gato. Las personas no podrán ser cazadoras, cariñosas en exceso, ni agentes de compra o venta de las ocurrencias y cosas de los gatos, ni sus procuradores, contadores o abogados en asuntos matrimoniales, ni obstetras o psicólogos; ni podrán asociarse con gatos o usarlos de avatar retocándolos con Photoshop o colgar sus actividades en Youtube. Ningún gato puede dejar o heredar nada en su testamento a una persona o a sus congregaciones. Se prohíbe a las personas abrir o cerrar puertas unilateralmente. Contra ellas los gatos pueden testificar, pero el testimonio de personas contra gatos no tendrá, en ningún caso, valor alguno. Todas y cada una de las personas, de cualquier sexo o edad, deben vestir y usar en todas partes la vestimenta distintiva y las marcas conocidas por las cuales puedan ser distinguidas de los gatos de forma evidente. No podrán vivir entre gatos, sino en unas ciertas habitaciones, separados y segregados de los gatos, fuera de las cuales no pueden bajo ningún pretexto tener intimidad, y acudirán raudamente en cuanto sean llamados.

He hecho una bolita con el papel y se la he tirado escaleras abajo. Ha salido corriendo detrás y ahora está jugando con ella bajo la mesa del comedor, al ritmo de una sorprendente versión de Like a Rolling Stone mientras yogur lo mira como a un héroe sindicalista, entre envidioso y perplejo. Da gusto verlos.

Pues eso, que el Mercedes se paró de repente (según el mecánico porque el combustible viene muy sucio desde que ha subido) y hubo que llamar al seguro. En cuestión de segundos se presentó un tal Jesús con una grúa diciendo «Hola, me llamo Jesús, soy el de la grúa» y nos llevó a un taller donde nos esperaba un taxi que cargó con todo el equipaje y nos dejó en Magaz de Abajo antes incluso de lo que lo hubiese hecho el Mercedes. ¿No es muy raro? ¿No les parece rarísimo?

— Yo también estoy sorprendida, dice Raquel mientras saca brillo a la bicicleta. — ¿Te imaginas que todo empezase a funcionar como se supone que debe hacerlo?
— Que el ADSL se cortase cada diez minutos sólo si llueve.
— O que el vecino malo se volviese bueno.
— Y que la democracia fuese real.
— Y que la educación fuese universal.
— Y que el Real Madrid ganase la liga…
— No te pases, no te pases, grita bajando ya hacia el pueblo entre piedras y juncos, tréboles asustadizos y amapolas vertiginosas a traqueteante velocidad.

Como les digo, si llega a Magaz de Abajo es que es cierto, pero aún así servidor es hombre ducho en desconfianzas y no va a dar por buena una mala noticia sin cerciorarse y recontracerciorarse, así que esperará una señal más contundente (por ejemplo que no le toque la lotería) antes de afirmar sin titubeos que el mundo (por lo menos ese en el que el futuro era algo casi deseable) y con él las pulgas, la juventud y los gatos, se acaba. No sé qué voy a ponerme llegado el caso, a lo mejor una cinta en el pelo.

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