La hora

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Resulta que cierto anuncio publicitario de una compañía telefónica tailandesa ha conseguido en tiempo record 5 millones de visitas en Youtube. Resumiendo: un niño al que la insensible boticaria pilla despistando medicinas para su madre enferma es ayudado por el dueño del bar de enfrente, quien interviene, apacigua, paga la cuenta y hasta obsequia al chico con un bote de su tradicional sopa preparada. Treinta años después el mismo hombre sufre un ataque, tal vez un infarto, y su hija, entre hipos, se ve obligada a poner a la venta el modesto local familiar para enfrentarse a la abultada factura hospitalaria que no cubre la seguridad social. Pero, hete allí que el doctor, que resulta ser el mismo niño a quien el hombre ayudara a salir del apuro tres décadas antes y que –no se sabe cómo– ha conseguido estudiar medicina, se hace cargo de todos los gastos, pagando así el favor recibido en su difícil infancia y restituyendo la armonía del mundo. Este argumento salido de la turbia mente de algún frustrado guionista indie seducido por el lado oscuro pasa ya por ser el de uno de los anuncios más «bonitos» que se han hecho nunca.

A servidor le dan exactamente igual la escala o los criterios mediante los que se juzga de un anuncio mérito alguno que exceda al de su eficacia. Lo que sea que se deduzca de la calidad (artística, o humana) de un anuncio será siempre un patético intento por dignificar la cantidad a cualquier precio, verdadero y único objetivo de la segunda profesión más respetada e indigna del mundo. A servidor lo que le preocupa es que la compañía telefónica de marras ha ilustrado con ejemplar realismo el concepto recientemente presentado en sociedad por el rey de los holandeses, Guillermo Alejandro, bajo la marca «sociedad participativa». Porque a lo que se refiere Guillermo Alejandro, príncipe de Orange, cuando dice «sociedad participativa» es a una sociedad donde más te vale intervenir antes de que venga la policía a apalear a un buen niño si no quieres arriesgarte a perderlo todo y morir a la menor de cambio, ya que dependerás de la buena fe, el intercambio de favores y la sintonía solidaria que, por suerte, reinarán una vez que hayamos aceptado que si estamos en las últimas es culpa nuestra y hayamos tirado por la borda el gravoso estado del bienestar y asumido a beneficio de inventario las inconveniencias derivadas de tan honestos como ingenuos sacrificios pasados. ¿Nadie va a preguntarse en qué momento su dinero, el de sus impuestos, dejó de servir para amparar al desamparado, dejó de servir a su seguridad y la de sus hijos, a su salud y la de sus hijos, a su educación y la de sus hijos, a su vejez y a la de sus hijos? ¿Para qué sirve ahora? ¿Hará falta pagar impuestos en una «sociedad participativa»? ¿Y políticos?, ¿harán falta políticos que sostener? ¿Y banqueros? Seguro que sí.

— Se hace tarde… ¿Vamos?

Es que el gato de un servidor ha terminado de leer sus preceptivas veinte páginas de El héroe discreto y quiere salir a ver la luna de vendimia, que es hoy, y necesita para ello de la desinteresada participación de un servidor. La felicidad es un momento inadvertido: la luna en el sequero, su breve ascenso desde el silencio naranja a la autoridad serenísima. La temperatura que desdibuja el cuerpo y lo mezcla con el entorno. El pensamiento de un servidor que se vuelve indistinguible del de su gato, que se acompasa al sonido majestuoso de la naturaleza humilde (no escuches hablar al viento, no hagas eso) y al latido lejano del yo que se adormece esperando la hora de esa nueva conciencia cósmica y monárquica y participativa que viene para salvarlo, desde las tierras bajas. Qué bonito.

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