Feria del libro

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Lee servidor, en El País, a su estimado don Manolo R. R. y un escalofrío le recorre el cuerpo al toparse con estas líneas: «en la feria [del libro] podemos invocar a los autores que ya no están entre nosotros (y que —ay— no les podrán firmar sus obras)». Será una tontería pero servidor se ha sentido aludido, sencillamente, y casi culpable por no estar allí, entre «nosotros». Claro que la de servidor es ausencia tan voluntaria en fondo y forma como obligada la presencia en el acto de los príncipes de Asturias. El segundo escalofrío le sobrevino a un servidor al enterarse (por otra vía) de que los libreros de Muga le habían recomendado a don Felipe la lectura de Houellebecq. La idea es muy inquietante porque podría ser el comienzo de un relato de ciencia ficción, como aquel de Fredric Brown en el que una linotipia adquiría conciencia de clase leyendo a Marx y había que desactivarla dándole a componer obras de filosofía budista. Hay personas que son el último libro que han leído.

También lee servidor que el pueblo ha abucheado a los príncipes, y al pobre Werty, que les acompañaba, y que eso no está bien, que no es el lugar. Nunca es el lugar, ni el momento para que el pueblo sea lo que es (ni en la feria del libro, ni en un partido de fútbol, ni en una acampada en Sol puede el pueblo ser el pueblo). Al contrario: constantemente se le pide que sea lo que no es. Se le pide por ejemplo que abandone su campechanía, so pretexto de que ya la ejerce en su nombre la familia real. O se le reprocha su falta de interlocución oficial desde las filas, precisamente, de su representación oficial (eso sí que es curioso).

Ahora bien, cuando se reprocha al pueblo su actividad fuera de los cauces establecidos se nos niega a todos la capacidad de llamar la atención a un gobierno que, por muy legítimo que se desee, no actúa según lo acordado. Eso ya no es curioso, sino grave. Y no vale decir «haber votado otra cosa». Nadie vota para que no le hagan caso. Cuando se critica la emergencia de una acción popular es la mismísima base de la democracia lo que se cuestiona. Lo demás es encaje de bolillos.

De ahí que servidor se pregunte si realmente se ha comprendido el papel que cumplen las advertencias (y también las iniciativas en marcha) con las que el pueblo va subrayando la creciente incapacidad política para influir sobre los cada vez más destructivos vaivenes del sistema. El carácter del pueblo es, en primer lugar, defensivo y, en armonía, reactivo. Escenifica su propia voz porque, sencillamente, no la escucha en las tribunas públicas, pero lo hace, en un elevadísimo porcentaje, como un añadido legítimo, como una especie de conciencia sumada con todas las de la ley al ejercicio de libertad que le llevó, en su día, a votar a un partido o a otro. Si el resultado es que algo rechina entre la voz del pueblo y la de su partido (el que sea) la culpa no puede ser siempre del pueblo, como no será necesariamente culpa del príncipe lo que rechine entre su concepción del mundo y la de Houellebecq. Para algunos el futuro es un juego, para otros está en juego.

Que el futuro se acerca es algo que se adivina en el aire, pero también se percibe que llega a regañadientes, obligado por quienes se limitan a quemar las traviesas para alimentar la locomotora. Por lo menos los de Muga le hicieron al príncipe pagar el libro, con «su» dinero, que es europeo, y no con deuda, que es española.

El dinero ya no tiene país. Sólo el pueblo, que no tiene dinero, tiene país. Así que los países son para los pobres y el dinero para los ricos. Por eso vamos a terminar pegando algún tiro de aviso en las aguas gibraltareñas, o dejándonos matar por alguna bandera (la que sea) el día menos pensado. Por eso servidor prefiere la tierra a la patria, el territorio al mapa, y no entiende por qué -¿se podrían nerviosos?- a los libreros de Muga no se les ocurrió recomendar al príncipe la lectura de El enredo de la bolsa y la vida, de Eduardo Mendoza. Y por eso, después de todo, servidor se declara encantado de no estar ya entre «nosotros».

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