Gabilondo de aldea

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No sabe servidor cuál sea el caso de cada uno en su tierra, aunque poco le cuesta suponer que no será muy otro que el suyo, obligado por aquello de estar al día a leer los afilados comentarios de uno de esos periodistas cuya sustancia sería del todo nula si no tuviese espacio de favor, y que haría bien leyendo su propio periódico de vez en cuando, y los demás siempre. Se trata de una de esas plumas que, alardeando de sutileza, opina desinformando y presupone a falta de inteligencia que los demás no la tienen, a más de enseñar unos deseos que huelen a dictado con tanto valor como estilo y con menos criterio que voluntad. El caso es que terminaba servidor de leer la curil diatriba del florido energúmeno de marras, que bien puede resumirles comunicando que le desquicia que quien no tiene por qué no haga lo que a él le place, cuando su gato de un servidor llegó corriendo hacia un servidor con cara de haber roto no ya el jarrón de siempre, ese que ya ha pegado sevidor con Loctite unas veinte veces, sino el mismísimo jarrón auténtico que servidor guarda en una cámara acorazada de un banco suizo cuyo nombre no viene al caso.

En realidad la cosa no era tan grave. Pero siempre que un gato se mueve se diría que el mundo le sigue y se le adhiere incondicionalmente, y es difícil que uno no se amilane un poco.

– Te están esperando en la puerta.
– Quiénes.
– Ellos.

Ellos eran tres y querían saber algunas cosas que, según parece, tenían derecho a saber por el hecho de que se habían reunido y habían decidido que tenían derecho a saberlas.

– Pues ustedes dirán.
– Queremos saber por qué escribe usted estas líneas, y con qué proposíto.
– ¿Por qué lo quieren saber?
– Tenemos derecho a ello, ya que salimos en ellas.
– ¿Les borro?
– No, no cambie de tema, dijo la mujer cuya belleza, de espíritu vacío, se desvaneció tras el tono de su voz, lo suficientemente agresivo como para que los otros dos pusiesen esa cara de «no se lo tenga en cuenta» tan típica de los cobardes.
– ¿Les borro o no?
– ¡Todos los escritores son iguales!, decía la estridente como si fuese la única persona real bajo el pesado sol que, suficiente, se abstenía de opinar.
– …
– No es eso lo que decimos, nosotros estamos encantados de existir en la ficción, pero tenemos derecho a saber por qué es usted el autor de estas líneas y no otro.
– No.
– ¿Perdón, qué ha dicho?, preguntó innecesariamente el del peluquín.
– Que no, que no lo tienen. Para eso deberían de ser muchísimo más reales.
– ¿Veís?, dijo la mujer. – ¡Es un dictador! Seguro que hasta gana dinero a costa nuestra.

A servidor le hubiese encantado responderle desprecitivamente a la airada, pero justo cuando se disponía a hacerlo el suelo se abrió bajo sus pies de ella y se la tragó junto a uno de los otros dos, el más alto e inseguro.

– ¿Y usted, quiere alguna cosa?, preguntó servidor, fingiendo no haberse dado cuenta de lo ocurrido, al que quedaba: una especie de hipster rural.
– Que no haya guerras, ni hambre en el mundo. Y que pase usted buena tarde, buenas tardes.
– Buenas tardes.

Como servidor es a estas alturas berciano (lo que no significa que no se sienta inmigrante en más de una ocasión) no se extraña de tales apariciones y desapariciones, así que se volvió tranquilamente a su escritorio a ver si podía posicionarse a favor de alguna cosa que le pareciese bien a alguien sin vender el alma al diablo, y a punto estaba de concluir que no cuando dio con las siguiente noticia sobre su colega Álvaro García que le devolvió la fe en la humanidad como concepto no del todo caduco: Álvaro García (valga la repetición) cree que «hay que actualizar la poesía y cambiarle el nombre». ¿Ven? Todo es proponérselo.

Servidor declara sin miedo a ser malinterpretado que Álvaro García tiene más razón que un santo. Lo que no sabe es resolver el entuerto. Puede apoyar la tesis de su amigo reproduciendo cierto poema de José Emilio Pacheco que, seguramente, ya ha citado en exceso (tanto que lo hace de memoria, así que disculpen si ha desordenado algún verso), pero que viene que ni pintado:

DISERTACIÓN SOBRE LA CONSONANCIA

Aunque a veces parezca por la sonoridad del castellano
que todavía los versos andan de acuerdo con la métrica; aunque
parta de ella y la atesore y la saquee,
lo mejor que se ha escrito en el medio siglo último
poco tiene en común con La Poesía,
llamada así por académicos y preceptistas de otro tiempo.
Entonces debe plantearse a la asamblea una redefinición
que amplíe los límites (si aún existen límites);
algún vocablo menos frecuentado por el invencible desafío de los clásicos.
Un nombre, cualquier término (se aceptan sugerencias)
que evite las sorpresas y cóleras de quienes
-tan razonablemente- leen un poema y dicen: «Esto ya no es poesía».

A servidor le tienta sugerir a su amigo que el nombre que buscamos es «autoayuda», pero lamentablemente está «pillado» por los arribistas y sacamuertos de siempre. Otra opción sería llamarla «discurso», pero pasa lo mismo. Música no estaría mal, sería fácil de vender pero no es exacto, y «musía» sería exacto pero difícil de vender…

El caso es que servidor (convencido de que si la poesía es algo es la ficción pura) no tiene la respuesta. Pero si puede decirle al periodista de arriba, que su concepto de la política es tan anticuado como el de poesía en nuestros viejos (y no tan viejos) libros de texto.

No quiere entender el gabilondo de aldea, quiere torcer. No quiere saber, quiere influir. En informar ni piensa, eso es para principiantes sin ambiciones. Amigo mío: si de verdad quiere usted cambiar las cosas, deje de comportarse como si tuviese autoridad alguna, cuelgue esos bártulos de opinador de barbería y ayude, que falta hace. Las cosas cambian a una velocidad que excede su zancada: vaya pensando en otro nombre, en otra definición para eso que hace y que «ya no es periodismo».

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