La cuenta de siempre

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La derecha de este país pasó de un discurso simplificador (buenos y malos) a otro de odio sin que a penas nos diésemos cuenta ni la tomásemos demasiado en serio (era, después de todo, algo que siempre se les transparentó a través de la bandera); pero está (hace unos días) instalada en un mensaje distinto, más venenoso aún, más peligroso.

La derecha ha comenzado a contarnos un relato que llama al desorden en medio de la tragedia, al disturbio, al contagio de una enfermedad moral dentro de una enfermedad física: un discurso alejado de la objetividad y de la búsqueda de la verdad tanto como de la prudencia y de la búsqueda de soluciones, un discurso dañino y sedicioso que puede (que está diseñado para) tener consecuencias lo bastante desestabilizadoras como para facilitar un asalto al poder.

Y esta vez, me parece, no deberíamos de limitarnos a reírnos de sus disparates o a tolerar su histrionismo. Menos aún a acompañarles en lo que podría parecer un clavo ardiendo al que agarrar la necesidad de sacar adelante nuestro modesto negocio. Eso menos que nada, porque entre los fines últimos de un discurso tan peligroso están la precariedad de los trabajadores y la absorción de la demanda de los pequeños negocios.

Casado está pidiendo que bajemos impuestos a los ricos por respeto a los muertos. Si a ustedes eso no les parece una consigna rara, tampoco les parecerá raro que defiendan el levantamiento del estado de alarma para vencer la COVID-19. Contaba cierto poeta de los verdaderos que, cuando era pequeño, su madre le ponía la bufanda no porque empezase a nevar, sino para que empezase a nevar.

Por eso la derecha también considera que dotar a los niños de una educación gratuita y crítica es fomentar el adoctrinamiento (pero ir a misa no) porque vive de la ignorancia.

No, hacer obligatoria la bufanda no va a traernos la nieve del mismo modo que levantar el confinamiento no va a traernos necesariamente la estabilidad económica. El viento, por muy poética que sea la idea, no lo hacen los árboles agitando sus ramas.

Parece que una vez asumido que a los enfermos los cura ya alguien que está ahí y tal, el país se ha dividido en dos clases de personas: las que necesitan dinero para sobrevivir y las que lo necesitan para no tener que reducir beneficios, y a estos últimos no les parece menos que bolivariano, mentiroso, comunista y asesino un gobierno que defiende (aunque sea por los pelos) a los dos anteriores. Están a favor de las mascarillas obligatorias porque son obligatorias y porque creen que nos impedirán ver la verdad, no porque nos defiendan. La verdad es que esperan que muramos por ellos, que son la patria. Es como escuchar al Ibex35 decirle al coronavirus:

— Te hago en ingreso en la cuenta de siempre.

Sólo que en esa cuenta se contabilizan personas, familiares o no, amigos y amigas o no. Esa cuenta hay que vaciarla, y además para siempre, porque acumula muerte a nombre de la ambición y se financia con mentiras, con odio, con ignorancia y con miedo.

Tanto si ganan (lo que seguramente ya han hecho a pesar de la exhibición de humanismo de un mando único que aún nos debe muchas explicaciones) como si no, voy a extrañar el saludo cortés del caminante desconocido (que volverá), la despedida de alguien que caminó a mi lado (y no volverá); voy a cuidar un dolor mío, remío, que aprenderá a perderse en el luto común. Me ocurrirá lo que a todos, en fin. Pero, también, voy a sentir nostalgia de este breve suspiro del Gran Jardín bajo un cielo momentáneamente resucitado, la posibilidad, por un instante, de una sociedad distinta, y no quiero, ahora, tener que ver a los entusiastas estrellarse de nuevo en su papel de Casandra. ¿Recuerdan a Casandra?: tenía el don de la profecía pero nadie le daba crédito.

— Y un gato.
— Sí Pangur, también tenía un gato, pero esa es otra historia.

Verán, una cosa sí hemos aprendido: que nos faltan recursos, unidad y confianza.

— Eso son…
— Lo sé, tres cosas, pero se resumen en una: democracia.

Lo que paga la cuenta de siempre es una lucha contra nuestros recursos, nuestra unidad y nuestra confianza. Lo que paga la cuenta de siempre es la agitación que garantice la separación de esos tres pilares, que emborrone cualquier política que les niegue una mano de obra dispuesta a morir por su dinero (al que llaman Patria). Lo que defienden los del palo de golf en las calles de Madrid no es la libertad, sino su habitual ejercicio de fuerza, su ancestral capacidad de represión, su libertad sagrada de esclavizar al prójimo. Así que hay que cerrar «la cuenta de siempre» si se quiere llegar a una normalidad distinta porque, aunque no esté a nuestro nombre, somos garantes últimos de los abusos que consentimos… y porque, no lo duden, vendrán para pedirnos, otra vez, el sacrificio que salve su inmaculado dinero libre de impuestos. Y les acompañará la policía. Y será un sacrificio más duro, mucho más duro. Y por eso su estrategia de acoso y derribo aún en la peor de las circunstancias, para que la nueva realidad se haga a su antojo. Lo digo en serio: hay que cerrar esa cuenta, para siempre.

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