La defensa

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Servidor siempre ha sido considerado controlador, en el sentido de que siempre ha procurado estar al tanto de cuanto a su alrededor ocurría, le afectase o no, e incluso manejarlo; y aéreo en la medida en que nunca, nunca, tuvo realmente los pies en el suelo. A servidor no le cuesta trabajo entender que todos somos un poco controladores aéreos dentro de casa casa, como fuera de ella viajeros en tránsito, y, dentro y fuera, dependientes de nuestro mayor o menor desconocimiento del medio. Lo cual viene a explicar porqué cuando los controladores del aire quieren controlar la tierra organizan debacles inenarrables. Cada uno a lo suyo. Esta historia no deja de recordarle a un servidor aquella de los privilegiados ángeles rebeldes y en consecuencia de inmediato demonizados para mayor gloria del altísimo, que no podía consentir que Luzbel ganase más que él y Gabriel juntos. ¿Cuánto gana el diablo?

— No quieras saberlo.

Basta leer La defensa (1930), una de sus obras de la etapa rusa del diablo, cuando firmaba V. Sirin, y una de sus mejores novelas, para advertir que la relación no sólo de su autor real sino de su transcriptor mortal, Vladimir Nabokov, con el ajedrez va más allá de la simple afición al juego. Ya desde los primeros momentos percibimos una familiaridad notable con la complejidad que sus sencillas reglas pueden desatar en unas pocas jugadas y, sobre todo, un conocimiento exacto de las alteraciones que, una obsesión excesiva por el desarrollo de sus estrategias, es capaz de provocar.

El diablo hacer girar su novela en torno a un juego tan complicado como el ajedrez, lo que no es nada fácil si se debe traducir el pensamiento de quien lo juega en términos que el lector pueda imaginar, y consigue hacerlo de manera genial dejando, al mismo tiempo, que seamos nosotros quienes elevemos su desarrollo a la categoría de metáfora; así, cuando hace que su protagonista, Luzhin, deje de ver las tallas del caballo o de la torre para comenzar a advertir en cada casilla una fuerza definida y concentrada y a concebir el movimiento de una pieza como una descarga, una sacudida. Del mismo modo el autor (que presta al protagonista algunos recuerdos y el ajedrez del copista Nabokov) trata las partidas de Luzhin en términos de presiones, fuerzas, contenciones, huecos y tensiones en un paisaje que no necesita materia alguna. Se habla en términos casi musicales, y el lector advierte la emoción de la lucha sin necesidad de saber más allá de lo básico: que se trata de un juego de estrategia que requiere un máximo de concentración y una facilidad para la anticipación que no permite a cualquiera acceder al nivel de la competición.

A Luzhin le gusta practicar simultáneas a ciegas (una práctica que según dicen volvió loco al mismísimo Fisher y que, en cualquier caso, fue prohibida en su día, hace no tantos años) y finalmente se trastorna hasta que un desagradable desdoblamiento termina por volverle del todo incapaz de diferenciar el tablero de competición del teatro de su propia existencia y lo que comenzó siendo la preparación de una defensa contra un duro rival acaba por confundirse con una defensa contra esa obsesión. La recuperación en ese aspecto no es distinta a la que deberá sufrir un alcohólico. Es matar en nuestra conciencia el único amor que le daba descanso. Un aparente olvido se hace fuerte en la mente del enfermo, pero sólo para ocultar a los otros, y a sí mismo, su verdadero pensamiento profundo. La estrategia no sirve ya a la defensa de una posición, sino a la suya propia.

Incapaz de manejar la realidad con la cautela y habilidad de la que es capaz en un tablero, Luzhin se viene abajo. Si finalmente pierde o gana será el lector quien deba decidirlo; aunque poco importa, ya que la historia es, en realidad, la de un viaje en el que la curiosidad, la emoción o el deseo de superación han sido sustituidos por la obsesión, la más terrible y poderosa de las cegueras.

A veces la vida nos empuja muy cerca de este Luzhin, nada quijotesco, y nos hace alzar defensa contra defensa en un ejercicio redundante, casi musical (una música clásica pero pachanguera, algo como el concierto para trompeta de Juan Nepomuceno Hummel, elegante y algo canalla), hasta olvidar que el tablero sobre cuya esquina nos enrocamos no se corresponde al del juego que creemos jugar. Pero la vida no la ha escrito el diablo.

Ya sabe servidor que el PP está tentado de exigir al gobierno disculpas para los familiares de personas cuyo nivel de «stres» supera al de los ajedrecistas enloquecidos o los presidentes de gobierno y les obliga a consumir calmantes sin receta para evitar que los aviones en los que viajamos choquen en el aire sin querer ellos y les impide comprender que están jugando el juego equivocado y con las piezas equivocadas, que no son mineros ni obreros de la construcción, ni siquiera maestros.

— También tienen derecho a huelga.
— No estaban en huelga, estaban atascados intentando escapar por la ventana del baño, que no es lo mismo.

Ante el chantaje cada uno ha puesto sobre la mesa lo mejor de su fuerza. Privilegiados contra privilegiados. Controladores contra controladores. Debilidad contra debilidad. Pero no está seguro un servidor de que los controladores hayan advertido que estaban equivocando las reglas, que quizás su torre de control no estaba amenazada por el caballo de la crisis y sí por su propia fantasía de gente bien.

Las líneas blancas, esos finos y largos tirabuzones, que estropean la belleza del cielo vuelven a aparecer. Es lo malo de lo bueno.

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