La flor del bambú

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Sigo sin ordenador, conque no tengo más discurso que el que el día me dicta. Claro que Raquel me deja usar el suyo, pero hombres y mujeres no somos tan parecidos como para tener el mismo concepto sobre algo tan sutil como el orden del ordenador; de modo que en esta máquina o bien no encuentro casi nada, o simplemente no está, y me limito a encenderla para consultar el correo y escribir un poco. Lo cual es mucho, pero se me van amontonando los deberes de webmaster proporcionalmente a las horas que paso en la cama ahora que me acuesto antes. He dormido en seis días el sueño de dos semanas; pero no crean que remoloneo, al contrario: como soy hombre observante de las leyes, no dejo de hacer cosas para no violar la segunda de la termodinámica. Hoy, por ejemplo, he hecho cardos al ajo arriero.

– Buenísimos, buenísimos, exagera Raquel.

Los comemos junto a un conejo a la mostaza y un morapio de Castro Ventosa que no es tan fonolis como para salir en el colorín de El Pais, pero es el que le va a tales platos un día como este, lluvioso y sin oficio. De postre melocotones de la huerta. El banquete posee la coherencia de lo pequeño. Maridaje se llama esta figura.

– Estás hecho un Ferrán Adriá.
– ¿Le dejarán propina?
– ¿Qué?
– A Ferrán Adriá, esos que van a comer a su restaurante por setecientos euros el cubierto. ¿Dejarán propina?
– Espero que no, sería el colmo del snobismo.
– Tienes razón.
– Aunque eso no es óbice, acierta Raquel dejando los cubiertos junto a las mondas de melocotón como si diese el último retoque a un cuadro al óleo. – Por cierto, podrías cocinar más a menudo.
– Ya lo he pensado. Mi próximo plato será «Flores de bambú al ajo arriero».
– ¿Tiene flor el bambú?
– Claro, es una de las muchísimas cosas que he aprendido desde que no tengo ordenador.
– Pero, cielo, aquí hay bambú desde hace más de veinte años y yo nunca he visto flores.
– Porque las echa cada cincuenta o cien años. Y lo mejor del caso es que lo hacen al mismo tiempo todas las plantas de bambú del planeta. Luego mueren, también a la vez, y de cada rizoma nace una planta nueva. Por eso será un plato carísimo.
– ¿Eso es verdad?
– De la buena. Ya admito reservas.
– Tú lo que quieres es trabajar poco. Pero… ¿dónde vas?

Me he levantado de la mesa y subo las escaleras cuando escucho la pregunta de Raquel. He recordado algo que no sé lo que es. Algo del periódico que me pareció… (no doy con la palabra).

– A cambiar el disco y a consultar una cosa, contesto. – Bajo enseguida. Tú haz café.
– Vale, pero vuelve pronto, que ayer te dejé sólo un par de horas y le injertaste una higuera al ficus. No, no. Mejor quédate ahí y subo el café. No tardo nada.

Mientras Raquel pone la cafetera guardo Enter K, de Peter Hammill, un disco que todavía escucho de vez en cuando y busco Man in the air, de Kurt Elling. Pero entre tanto he encendido la radio y por ella me entero del atentado de ETA.

Tenemos una política antiterrorista, me consta; pero ¿por qué no parecemos capaces de poner en marcha una verdadera campaña antiterrorista a medio plazo, una que se pregunte sin miedo por las inquietudes de los jóvenes del País Vasco y que se atreva a mirar de frente a aquellas reclamaciones que sean realmente legítimas, que les de respuesta?

– Suñén.
– ¿Has oído?
– Sí. Menuda mierda. ¿Has encontrado lo que buscabas?
– No.
– ¿Café?
– Mucho.
– Con «gotitas», supongo, sonríe Raquel mostrándome la botella del orujo.
– Una caridad.

Enciendo un par de luces, porque el día está nublado y amenazando lluvia y la que entra por la ventana no es suficiente para leer. No para mí. Ha sido así desde por la mañana: el verano se va sin haber crecido, sin cumplir su promesa, como una metáfora de la vida. Se escucha el viento en los huecos de In the Winelight. Raquel no lo sabe, pero posee una virtud muy rara: no tiene miedo (no esa clase de miedo). Por eso mira las cosas y sonríe y, en ella, mirar y sonreír son el mismo acontecimiento. Crea energía. Raquel es científicamente imposible, como la flor del bambú. Pero está aquí.

– ¿No has encontrado lo que buscabas?
– No lo sé aún, digo pasando hojas del periódico de antes de ayer, pero mirándola a ella.
– ¿No sería algo sobre los topillos?
– No. Ya he llegado a la conclusión de que la única solución para eso es llamar a un flautista.
– ¿Alemán?, ríe Raquel.
– A ser posible. Mira, esto era: «los ancianos de Carucedo se caen de las aceras».
– Pobrines. ¿Y por qué?
– Por lo visto las han hecho demasiado altas, y los viejines se caen al intentar atravesar la calle. Está en página once.
– Pues debería estar en primera.
– Ya, pero en primera pone que el fuego bacteriano amenaza a los frutales de pepita. La cifra de producción de manzanas y peras ha superado este año, en el Bierzo, los diez millones de kilos (sin contar las de nuestra huerta) y los ancianos de Carucedo, sin embargo, no pasan, entre todos, de los quinientos kilos. Siendo objetivos…
– ¿Sabes lo que te digo?, me interrumpe Raquel abrazándose a sí misma y entornando los ojos con manifiesta pereza.
– Que te vas a echar una siesta.
– Y además despacito. Si sigues leyendo voy a llegar a la conclusión de que todo son señales del fin de los tiempos: ETA, los topillos, el fuego bacteriano, las flores del bambú, los ancianos cayéndose de las aceras…
– Y mi ordenador estropeado, no te olvides.
– No, claro. Y este verano tan raro… Deja puesta la música. Siesta, lluvia y música, murmura Raquel mientras camina hacia el dormitorio. – Siesta, lluvia y música.
– Maridaje se llama esa figura. Espera, que me apunto.

Sobre la mesa han quedado los dos cafés, y también el periódico atrasado. Muy suavemente la lluvia lava el tejado.

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