La nariz de payaso

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Hoy se ha levantado el día con el campo cubierto de escarcha. La verdad es que no sabe muy bien servidor a qué día estamos, ni cuánto tiempo hace que cruzamos la frontera del año nuevo. No puede ser mucho, pero eso de bautizar los años nos altera siempre un poco el reloj mental. El único que parece no estar afectado es el perro Cato. Pero sí que lo está.

— ¿Quieres botillo, Cato?
— Tú mismo.
— ¿También repollo?
— Vale.
— ¿No estás un poco cansado de tantas sobras?
— ¿Sobras? ¿Qué son «sobras»?
— Nada, come tranquilo.

El treinta vino, de paso, un matrimonio amigo que se trajo a Doña Mari y a Lucas. Nos dieron la noticia del atentado de ETA, del que no hablamos. Cree recordar servidor que en su día advirtió que esto podía pasar: que ETA asesinase para envidar, no para abandonar la partida. Cenamos y nos fuimos cada uno a lo nuestro. Doña Mari y ella a la chimenea del salón, a hacer tertulia; Lucas, Rubén y el perro Cato a la bodeguita, a ver películas de chinos; Raquel, él y un servidor arriba, a hacer una cata de whiskys en la biblioteca.

Dormimos estupendamente gracias a los cobertores nórdicos y a los amigos Glenmorangie, Cragganmoore, Lagavulin, Laphroaig, Tomatin y Whyte and Mackay.

El treinta y uno se fueron los viajeros y nosotros lo pasamos en preparativos. Raquel al mando y en primera línea. Cenamos como soldados de permiso y a las doce menos cuarto estábamos en la bodeguita, frente al televisor. Todos con nuestro gorrito y nuestro matasuegras y nuestra nariz de payaso y nuestras uvas en sus platos. Y de pronto se fue la corriente. Adiós. Lo único que podíamos ver, además del resplandor de la incipiente llamita de la chimenea recién encendida, era un punto blanco en el centro de la pantalla.

— No miréis hacia la luz, susurraba doña Mari.

Servidor se dispuso a buscar velas (y un reloj) pero la corriente volvió enseguida para tranquilidad de todos (aunque sorprendiendo al perro Cato, que se había quedado literalmente hipnotizado por la lucecita). Tomamos las uvas, brindamos y nos felicitamos unos a otros con especial ternura, como si hiciese muchísimo tiempo que no nos veíamos. El resto fue charlar, contar historia, tocar algo de música y sentirse en casa, con la familia. No a salvo de la tristeza, pero sí a salvo del frío, en el fuerte de una razón que nos aviva sin apurarnos.

En algún momento Lucas me preguntó por lo de ETA. Me puse mi nariz de payaso y le dije que no hablásemos de ello, «no todavía». A veces ocurren esas cosas: la luz se va unos instantes y eso nos pone nerviosos. Pero no olvidamos por dónde íbamos, quiénes somos, quiénes han sido y, sobre todo, quiénes no.

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