La piel del mono

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Ha estado lloviendo todo el día de hoy. También llovía en Santiago de Chile, hace diez, y en Torrijos (Toledo) hace cuatro, y ahora aquí, como una bendición. Lleva semanas trasteando servidor de un lado a otro del mundo y hablando con gente a la que conoce poco, o nada, y que le conoce poco, o nada. Viajando bajo la lluvia propia y la ajena. Y hablando del tiempo, que es en realidad es lo único que interesa. Tenemos la tonta idea de que hablar del tiempo es hablar por hablar; pero nos equivocamos.

En Chile hizo público servidor su desacuerdo con una lectura poética en la Academia Militar de Santiago; podía haber comprendido los motivos de la misma, pero prefirió no hacerlo. Se trataba de una acto «a puerta cerrada» que requería de invitación «intransferible», y que tuvo lugar en un edificio de triste, triste recuerdo: una tumba negada, rehabilitada, llena de gritos que nadie oirá nunca, muertos por el olvido, muertos dos veces: esos sobre los que (a la fuerza) es necesario, siempre, edificar la paz de los culpables para la buena conciencia de los chaqueteros. Servidor, que comprendía que Chile hace gestos de reconciliación, no podía comprender un desagravio al agresor, al monstruo. No sin recordatorios, no sin oír primero la explicación debida. De ahí su protesta (en la que no estaba solo), seguramente discutible, seguramente suya, seguramente incómoda.

Hay en Santiago un museo de arte precolombino. No es espectacular, y la mayoría de las piezas no pertenecen estrictamente a su localización geopolítica, pero una de ellas, Xipé Totec vestido con piel de mono, resultó ser una revelación. La figura del dios (ataviado para la fiesta de Tlacaxipehualiztli, literalmente «desollamiento de hombres»), embutida en su siniestro disfraz, parecía decirle a uno: «siempre serás el desollado, nunca el desollador. Tonto mortal, huevón.»

Lo miró servidor largo tiempo, volvió una y otra vez tras sus pasos para verlo de nuevo; a él, a Xipé Totec: el primer chaquetero de la historia. Bueno, en realidad uno de los primeros (300-900 d.C.), pero sin duda uno de los más explícitos y directos. El chaquetero es feliz, no advierte su abuso, ni su contradicción porque pertenece a ese raro grupo de seres que acuerdan su paso al de la madre prudencia. Sus víctimas son necesarias… para que la vida, la vida, ni más ni menos, prosiga su curso de cosa ajena. El chaquetero se embute en su piel de mono para ser feliz, astuto, sabio, fuerte, egoísta e inocente como el mono y no ser un mono.

Legacy es listo a pesar de sus doce años. Le aconseja mirándole a servidor con sus dorados ojos vidriosos: «La próxima vez lee en la Academia Militar, pero procura ser viejo, mucho más viejo. O joven, mucho más joven». Quizás le añada más hielo.

La lluvia sigue sonando tras la vieja grabación de David Sylvian. Aquí también hay gente disfrazada de mono. No importa: uno tiene derecho al desacuerdo si no le teme a la soledad. Servidor se sirve más hielo y también un poco más de lo otro. Brinda por esa dignidad que nunca se quedará un milímetro detrás del miedo, nunca, por mucho que el miedo empuje.

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