La vergüenza

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Le llega a un servidor la sugerencia olímpica de hacer valer su calidad intelectual mostrando la vergüenza que los tiempos reclaman. Viene de algún periódico, enrostrada en declaraciones a cuento de cualquier cosa. Lo mismo da. El futuro se ha vuelto amenazador y exclusivo, como una de esas fincas de altos muros y difusas proporciones vigiladas día y noche por perros de gendarme. Entre él y un pasado cada vez más pequeño y malintencionado, el presente se acobarda, se entristece y, finalmente, se instala en la fatalidad: territorio cuyos obstáculos conocemos demasiado bien los seres humanos y ante cuyas penalidades somos, desafortunadamente, demasiado pacientes. Sin proyecto ni memoria, ¿cómo sentir vergüenza o, mejor dicho, por qué sentir vergüenza y no, por ejemplo, culpa?

La vergüenza, de hecho, es el resultado de verse en la necesidad o la obligación de mostrar al público lo que éste considera alguna falta, debilidad o delito. No es ese el caso. La culpa entraña la aceptación voluntaria de la responsabilidad que se deriva de haber violado un código personal. Y eso ya es otra cosa.

Servidor cree que los intelectuales (servidor se incluirá momentáneamente en tan singular colectivo por, y sólo por no ser acusado de querer escurrir el bulto) tenemos una importante parte de culpa en lo que pasa. Hemos sonreído en exceso, nos hemos confiado y distraído, nos hemos dejado seducir por la liberalidad con que el poder nos permitió movernos, sin credenciales, a través de una maraña de falsos pero respetados prestigios y peripatéticas actividades más o menos bien remuneradas. No es sólo que hayamos relajado una vigilancia que nos correspondía (¿a quién si no?) es que tampoco nos ha costado lo más mínimo plegar nuestra conciencia (con la pérdida de credibilidad que tal acomodo suponía) a cierto modelo general de inmediatez en el que ni proyecto ni memoria eran bien recibidos: hemos ramoneado en los jardines de la viabilidad con la postiza insumisión de corzos estabulados.

Los jóvenes han pasado del botellón a la manifestación al tomar conciencia de que su autoexclusión beneficiaba a sus enemigos. Por eso no experimentan ni vergüenza ni culpa, sino pura, y nueva, indignación. Abandonando su refugio y escuchando a sus tripas, dejando de protegerse de un entorno que les ignoraba para ponerse a la tarea de cambiarlo, han demostrado ser el segmento social más lúcido desde que comenzó la estafa. Los intelectuales, sin embargo, llevamos ya los suficientes años (décadas) mirando con buenos ojos (o al menos con interesada comprensión) la caída hacia el facilismo (y la chabacanería incluso) del discurso público, ese que comienza en la propia obra y termina en la boca de los políticos y en los debates televisivos, como para que nuestra indignación (de repente) no chirríe. No son sólo los tesoreros los que han deformado la letra para alejarse de sus responsabilidades. Nosotros permitimos con creciente indiferencia que las obras del pensamiento fuesen dictadas por vendedores, troceadas por publicistas, aventadas por sacerdotes y celebradas en círculos de autocomplaciente mediocridad. Admitimos la realidad del determinismo económico casi con la misma ligereza (ceguera) con la que (hace ya muchos años) suscribimos sin condiciones aquel determinismo histórico al que (pues la nostalgia prefiere siempre desempolvar que aprender) la radicalización del pesimismo podría muy pronto resucitar. Nuestro intento por acomodar dos lenguajes, dos públicos, dos contabilidades (metafóricas, claro) en un producto apto para el mercado fue la coartada de una sordera que no curará la vergüenza. «De la verdad no ha quedado más que una fetidez de notarios / una liendre lasciva, lágrimas, orinales / y la liturgia de la traición (…) / ¿Qué lugar es éste, qué lugar es éste?» Lo escribía Antonio Gamoneda en 1977. Desde entonces no hemos hecho otra cosa que conformarnos con una cultura autorreferente, que se relaciona con realidades también autorreferentes y que no quiere interlocutores con los que analizar y analizarse, sino consumidores predecibles. Desatendimos un mandato: no es raro que ahora no seamos capaces de perturbarnos ni siquiera a nosotros mismos.

Así que necesitamos activar un compromiso cierto, un discurso -alejado de la falacia del mercado y de los tinglados de abrevadero- al que no le parezcan «manidos» adjetivos como escéptico, íntegro, culto, plural, desobediente, riguroso, independiente o crítico. Y, puesto que hay que comenzar por algún sitio, comencemos asumiendo nuestra porción de culpa en la pérdida de ese relato vital, con horizonte humano, del que los intelectuales, supuestamente, éramos la conciencia. ¿Qué otra cosa, si no, es ser intelectual? De redefinirse desde la asunción de sus culpas, y no de dar lecciones, de reencontrar ese extraviado honor del discurso, su valor ejemplar, y no de dar lecciones, es de lo que debería estar preocupándose desde hace tiempo cada escritor en su gabinete (y un buen escritor, como es sabido, monta su gabinete en el lugar que toque). En cuanto a la vergüenza: es un sentimiento que, hoy por hoy, le hace mucha más falta a los políticos.

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