Natalie Wood

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Hoy me he levantado pensando en Natalie Wood. El gato Pangur diría que eso es nostalgia. Pero Pangur es poeta enigmatista (pueden ver una muestra de su trabajo aquí), más polemista que razonable. El caso, es que hoy me he levantado de cierta manera y la palabra «nostalgia» es precisamente la que no debería de figurar en una explicación más extensa o precisa.
No debería de hacerlo porque no sería expresión justa por más que respondiese a la comodidad (u obsesión, por otra parte tan natural) de que todo lo que sentimos tenga un lugar en el diccionario. Si me hubiese levantado «indignado» todo el mundo sabría a qué atenerse, pero si me hubiese levantado preguntándome por qué mienten los periodistas la cosa se hubiese complicado muchísimo antes del desayuno. Quizás me he levantado apenado por «la lejanía, la ausencia, la privación o la pérdida de alguien o algo queridos», es posible pero no exactamente.
No me distraigo. No me he levantado nostálgico…

— Sí.

Aunque cerca, «nostalgia» se me antoja una generalización que sirve lo mismo para un roto que para un descosido, para lo mío, lo tuyo y lo de cualquiera (hasta para lo del gato). Y eso no es lo que me pasaba esta mañana. De hecho era el rostro de Natalie Wodd lo que llevaba adherido a la pared más próxima al olvido, al café y a la tostada que no he podido comerme. Siempre pensé que el rostro de Natalie Wood transmitía (con independencia de que se nos mostrase risueño, conturbado o en paz) una especie de solicitud desconocida, una carencia más mía que suya.
Un rostro bello y frágil y peligroso y rendido a una fortaleza desconocida también. No; las palabras que rondan al rededor de mi mañana no se parecen a las que rondan a la de un nostálgico.
No importa, el caso es que si quisiese explicarlo mejor debería de escribir un poema. Un poema no es un adjetivo, un poema es un nombre. Pero no podría ser un poema a (ni «sobre») Natalie Wood.
Lo siento por esa caterva de literalistas, publicistas, esteticistas, narrativistas, concretistas, taxistas, postmodernistas y etceteristas convencidos de que un poema es la sublimación de la vanidad a través de la exaltación de la propia sensibilidad.

— Nada más alejado del enigmatismo, dicho sea de paso.

Un poema es una batalla perdida. Y si vives en un país donde existe el término «famosos», un poema es un acto revolucionario. Es decir: usurpado.
Si quisiese explicar cómo me sentía exactamente esta mañana debería de ponerle nombre a un «eso» que ni lo tiene ni lo desea en el mundo del «ello», y hacerlo de tal manera que el lector lo experimente y lo oculte, no lo reciba ni en público ni en secreto. Recibir es desigual y la desigualdad es básicamente prosa.
El poema que describe (menor, aunque quizás, también soberbio) no es el poema que nombra. El poema que nombra no es, una vez ahí, algo de lo que su autor deba sentirse orgulloso, sino una proposición tan completamente nueva que le haga sentirse perplejo y le obligue a un disimulo capaz de evitar la suplantación a la que la fama arroja cuanto toca.
Esta mañana no había mucho cielo, sino calor. Y el mundo seguía ocupado en echar cuentas sin advertir que son sus cuentas como la nostalgia a mi pequeño e innominado mal, algo que solo conduce a un pésimo poema, o sea: a nada.
No espero que el mundo se comporte como lo haría un poeta, pero sí advierto que llevamos lustros tirando de un léxico sobrepasado por la realidad, acomodaticio y epistemológicamente rancio.

— Allá él.

Lo que yo sentía esta mañana es que el futuro era una ilusión de juventud, la libertad una hermana díscola y litigante para la que solo tienen tiempo los famosos.
Debería entonces hacer algo así como escribir un poema tan bueno tan bueno que el lector desaparezca en él y no vuelva a aparecer nunca, y sus familiares me pongan una denuncia, y me haga famoso por ello y, en consecuencia, rico; pero no por el poema en sí (que pasaría a un segundo plano, a simple referencia vaga, ya que nadie se atrevería a leerlo).
Así pues: un poeta puede hacerse famoso, y ser verdaderamente un poeta, pero sólo a condición de perder al menos un lector, para siempre y no ser condenado a muerte por ello (ningún juez se atrevería a leer su poema) sino a escribir (como, en su calidad de nuevo famoso, debe) un libro que recupere al lector perdido, de poesía si devino tonto, de autoayuda si tan tonto que cree que su fama puede ayudar a los demás, o, si cree que su fama es merecida pero que aún así está desaprovechando su vida, una novela sobre la nostalgia; los famosos echan mucho de menos la privecidad de su infancia, es sabido, salvo que lo sean de segunda generación, en cuyo caso escribirán un libro para ganar dinero y, de paso, seguir recuperando a los lectores perdidos por los buenos poetas.

— Pero entonces –señala Pangur — un buen poeta sólo podría escribir un buen poema.
— No necesariamente. Podría escribir una obra completa y, simplemente, ocultarla hasta que un día algún filólogo novato lo rescate de entre los muertos.

Todo esto, naturalmente, solo es una hipótesis; una que trata de explicar por qué los lectores desaparecen por un lado y reaparecen por otro transformados en consumidores, en público e incluso en ciudadanos modélicos…

— Ya veo…

Pero vuelvo a distraerme. Natalie Wood no escribió una novela, sin embargo parecía saber que nos espera un mundo lamentable en el que la nostalgia se convertiría en un sentimiento revolucionario.
Me doy cuenta entonces de que es la clandestinidad de Natalie Wood eso que Pangur, atrapado en su fácil poética enigmatista, quería llamar nostalgia. Lo clandestino, al contrario de lo nuevo, no envejece. Nostalgia, no. Eso, lo que sea lo de esta mañana, sí. Pero así se va a quedar, ni poema ni nada.

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