El día que vino Franco

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Quería servidor hablar de la pobre Ana Botella, que ha recibido sobre sí nuestras mofas y befas por ese desliz imperdonable que es, según parece, mezclar dos idiomas. Como si los demás no nos quedásemos tan panchos después de decir «te envío un e-mail» o «he leído que ya preparan el spin-off de Breaking Bad«. Decimos cosas así constantemente y lo hacemos con una pésima pronunciación, pero nos encanta descuerar al prójimo que, arriesgándose a la vergüenza, se atreve a usar la lengua de Shakespeare en lugar de la de Cervantes. Quería hablar de eso, pero pasaban los días y, según pasaban, más necesitado estaba servidor de una «percha» que se lo permitiese. Así que cuando ha leído este fin de semana que a Ponferrada le han dado un ultimátum los del Campeonato del Mundo de Ciclismo (evento cuyo paso por la capital del Bierzo no es ajeno a los recientes vaivenes de su gobierno) para que de una vez haga sus deberes, ha visto el cielo abierto.

Servidor se acuerda muy bien de que, siendo pequeño, un verano (uno de esos veranos largos, de antes, en los que el papá se quedaba en Madrid «de rodríguez» mientras la familia apuraba desde el primero hasta el último día sin colegio) fue advertido por sus mayores (que eran por entonces la mayoría absoluta) de que debía cortarse el pelo y ponerse su mejor camisa porque Franco (al que llamaban «el Caudillo») iba a pasar por el pueblo. ¡Por el pueblo! A servidor le compraron una banderita de España de las que vendían en el quiosco y le recordaron que debía comportarse como un buen cristiano y no olvidar sumarse a los tradicionales gritos patrios. A la hora prevista el pueblo entero más los veraneantes estaban en la estación esperando la llegada del tren. El tren pasó, sin detenerse, y servidor apenas pudo distinguir (o al menos así cree recordarlo) el perfil indiferente del dictador recortado tras una de las ventanillas. De vuelta a casa juntamos cuatro cajas de dentífrico con un bramante y pegamos en una un sello de correos que trajo Manolo, y así pasamos la tarde, jugando a Franco, tan ricamente; aunque al final mamá nos castigó porque catábamos «Franco, Franco, Franco es cojonudo…» Lo que habíamos oído.

Vivimos en una comunidad sometida por sus fantasmas, acomplejada por sus fantasmas, y creemos que si financiamos olímpicos o ciclistas, nos habremos civilizado sin necesidad de ayudar a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica ni renunciar a destripar toros a lanzadas para alegría de Werty, convencidos de que la cultura es la raza y no lo que nos vuelve buenos vecinos. Una temporada en el petit franquismo nos ha devuelto con gran facilidad a los tiempos del Generalísimo. Por eso criticamos a Ana Botella (taurina donde las haya) si pronuncia el inglés igual de mal que los japoneses (!qué snobs resultamos haciendo eso¡) o si tiene una manera muy personal de conciliar matemáticas y frutería, como si no hubiese por ahí más gente que también lo ve todo al revés. Pero no nos plantamos ante la impostura que representa porque hemos vuelto a creer que el poder, en realidad, no lo otorgamos nosotros, lo cual nos da derecho a hacer chistes a su costa, a la vieja usanza, pero no a discutirlo. Lo dicho: unos pocos años de crisis bajo la lógica de los lobos parecen haber sido suficientes para despertar al cordero que llevábamos dentro.

Para triunfar en tal concurso, Madrid (una ciudad que está, según Pangur, a cuatrocientos kilómetros de España) no necesitaba un alcalde con buen inglés, sino otras cosas. ¿Tan difícil es entender que –a pesar del Prado, la luz y los gin tónics– un gobierno mentiroso, una sociedad indignada y levantisca, un espíritu deportivo mancillado por el dopaje, unas calles insalubres y una economía con más babas que el perro de un servidor son suficientes argumentos para votar por Estambul? Si de verdad era cuestión de no errar en la presentación, que hubiesen contratado a Gwyneth Paltrow, o a Ben Affleck, o a los dos. Para eso, por lo visto, sí hay dinero.

La verdad es que aquel día que vino Franco sólo se benefició el del quiosco. La madre de un servidor tuvo que comprar tres banderitas, lavar y planchar nuestra mejor ropa, limpiar zapatos, llevarnos a la peluquería y hacer bocadillos (y no cuenta servidor lo que emplease en sí misma que, conociéndola, debió de ser proporcionalmente inferior al esfuerzo, pero igualmente significativo). El pueblo, en su conjunto, perdió, por lo menos (por lo bajo), mil duros. Y no gastó más porque, con las primeras tormentas de otoño llamándolo a otras tareas, se fue olvidando de la placa conmemorativa que había decidido poner en la estación.

Hay quienes ganan, sí (una pequeña cantidad de firmas comerciales, empresarios bien situados y políticos) con los quioscos autorizados durante esos eventos que procuran fama y que honran a una «minisociedad» necesitada de sociedad grande, pero no gana el pueblo. No hay una sola ciudad que haya visto otra cosa que deudas con las Olimpiadas. Luego, pasado el alboroto, no asistirán más turistas a tal o cual localidad porque la hayan rondado la serpiente multicolor o las bañistas sincronizadas, irán si hay algo que ver. Si es arte, cultura, aire limpio, paisajes bien cuidados y trato justo irán con el respeto que la profundidad de la tierra reclama, y volverán a menudo; si lo que hay es el Toro de La Vega, irán porque no les da el presupuesto o el valor para ir más lejos en busca de los monstruos de la nostalgia.

Por cierto: ver abstenerse a algunos partidos políticos en el debate sobre la ilegalización de cierto tipo de festejos porque entre sus afiliados hay mucha gente amante de esas tradiciones de las que se afirma que «se remontan a la Edad Media» en lugar de confesar que «son» de la Edad Media, apesta. «No se puede conseguir una victoria política sin una victoria cultural previa», decía Antonio Gramsci que no era ningún tonto.

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