Mi yo y las cosas mías

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Ahora le ha dado al gato de un servidor por hacerse poeta, algo que, según él, no es que sea fácil, fácil, pero tampoco demasiado difícil. Se ha sentado junto a un servidor con papel y bolígrafo e intenta explicarle, mediante esquemáticos dibujos y flechas que van y vienen el sistema que piensa emplear para escribir sus primeros versos:

— Tomamos una paloma, por ejemplo, y la vamos dosificando a lo largo del relato más o menos realista de un día cualquiera. Entonces (un suponer) estamos leyendo las Etimologías de San Isidoro, como un día cualquiera, y el zureo que llega desde la terraza nos distrae. Con eso ya hay para la primera estrofa.

Lo importante, según él, es exprimir sabiamente a la paloma, de modo que un lector, incauto por naturaleza, pueda representarse en ella el trasunto de lo impertinente del mundo y sus tentaciones.

— En la manga nos guardamos la baza de acudir al tal autor (u otro que case) y citarlo en plan guiño culto.
— O sea…
Sin hiel.
— Ya veo. Una delicatessen precocinada, una cita muda.
— No te olvides de la lectura en frío. La lectura en frío es fundamental.

Como sabrán ustedes, cuya buena información no pondrá objeciones a lo que sigue, la lectura en frío es un método utilizado por magos de guardarropía para impresionar al común. En resumen consiste en ser lo bastante ambiguo como para que cualquiera pueda identificarse con lo que se afirma. A ese respecto, Pangur piensa incluir una reflexión sobre la tolerancia y la amistad haciendo ver que, después de todo, la fidelidad puede con todo. La verdad es que servidor empieza a sospechar que su gato podría hacer carrera de vate.

— ¡Y la rima!
— ¿La rima, a estas alturas?
— Si lo hiciera sin rima me dirían que imito a todos; una buena rima es la mejor defensa.
— Ya veo.

La verdad es que no, la verdad es que a servidor le cuesta un poco seguir el discurso de su mascota; pero ha de reconocer que, aun perverso y todo (y quizás por eso) es un razonamiento que posee cierta lógica seductiva.

— Necesitas al menos treinta o cuarenta poemas para juntar un libro — le advierte servidor.
— Eso es fácil. Sólo tengo que ir cambiando la situación y el objeto. San Isidoro y la paloma, el tráfico y la luna, el día de playa y la tortuga…
— Eso es de Lowell.
— Sí. Yo también creo que debería presentarme.
— ¿Qué?
— Al Loewe. Debería presentarme al Loewe.
— No, no, decía que… No importa.
— Me presentas.
— Dirás que te presentas.
— No puedo presentarme, soy un gato. Me presentas tú.
— Te advierto, estimado félido, que todos los que se presentan al Loewe, ya sea presonalmente o por agente interpuesto, pensando que pueden ganar hacen el tonto.
— Menos uno.
— …

No le ha dado más importancia servidor a la conversación, y ha achacado las veleidades de su excéntrico amigo a la proximidad del día de la poesía; pero pasado un rato (nada largo, por cierto), su gato le ha traído el siguiente poema que, dice, es el primero de su próximo, si no inminente, libro Mi yo y las cosas mías, que es como piensa titular al engendro:

Releía yo a Isidoro,
melancólica fruición,
y en el balcón un palomo
estorbaba mi intención.

Púsele fuertes venenos,
y un molino de cartón
que giraba con el viento.
Mas pronto se acostumbró
como al fin a su zureo,
pertinaz como el amor
y dulce como un anhelo
sin hiel, me acostumbré yo.

Ahora, como compañeros
(yo a cubierto, él al relente)
intercambiamos secretos:
él me cuenta de la gente
yendo de alero en alero,
y yo lo que el Hispalense
me va contando, le cuento
«némine contradicente».

¡Qué buena pareja hacemos!

Juzguen ustedes… Servidor prefiere no jalear demasiado a su voluntariosa mascota, no vayan a acabar invitándola a recitales, laureándola y maliciándosela sin remedio. Triunfos más raros se han visto.

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