Propina

Tiempo estimado de letura: 5 Minutos

A España le costó más muertos su transición que a Portugal su revolución. Pero así somos los buenos perdedores: pagamos por todos y dejamos propina. Quiero comenzar diciendo esto porque estoy empezando a sentirme muy cansado de reinterpretaciones de un pasado que (si fuésemos críticos, realmente libres, curiosos) dista mucho de ser perfecto, y porque ya no aguanto ese relato sobre la democracia que me mira desde el televisor (no sólo en TVE) como a un criminal agazapado porque pienso que ni la historia es mostrenca ni el futuro se esconde a las linternas del pueblo. Estoy cansado de ese mensaje sobre los últimos acontecimientos en Cataluña que se resume en una especie de «niños, no lo hagáis en casa».

Las cosas han llegado a un punto (y la idea de que el castigo merecido precede al premio ganado no es ajena a ello) en el que una Cataluña separada de España hubiese resultado ser más útil al pensamiento que una sometida al bien pensante consenso que nos embarga estos días en torno a la cifra mágica 155. Al menos una de las partes y seguramente ambas se preguntarían cómo dejaron pasar lo que pasó.

Sabía que había nacido en un país pagado de su provincianismo, y sabía que no hay izquierda que lo redima porque la izquierda de este país se desconoce a sí misma y se identifica con lo popular, no con el pueblo.

Lo que no sabía es que, en nuestra incapacidad de echarnos el futuro a la espalda, como todo verdadero progreso exige, acabaríamos siguiendo al unísono la elefantina senda de nuestra peor mitología, esa que dice que es mejor encontrar un culpable que negociar un acuerdo porque negociar es de débiles.

Ya no me gusta ser español, y ser berciano casi no me consuela tampoco (aunque algo sí, porque me proporciona el calor de la invisibilidad). Me queda ser terrícola, que es pertenecer a una porción prescindible del universo, prescindible y condenada por los mismos que pelean su identidad mediana contra cualesquiera menor o mayor: pura frustración, pura instrumentación de la frustración.

Dejemos claras un par de cosas: la derecha se alimenta de esa gente que cree que su comodidad es un privilegio sagrado y que se ejercita sobre un suelo propio en intocable, la izquierda de quienes creemos que sólo una redistribución racional de la riqueza y de la geografía nos procurará la paz que ahora se nos impone a garrotazos. Esta es una constante inmdependiente del modo en que dividamos cualquier colectividad.

Tras el alarde de autoridad (innecesaria) ejercido por el gobierno más corrupto que hemos sufrido desde la muerte de Franco, el asunto catalán no ha hecho más que empeorar. Podría parecer que se desliza, desbarra y se vuelve surrealista, pero en realidad se afianza en tres verdades muy simples: los representantes de dos millones de personas han sido encarcelados (1) por un poder judicial que se cuenta entre los menos independientes de Europa (2) por un delito que (con la ley en la mano) no han cometido (3). Lo cual deja a los autodenominados «constitucionalistas» a la derecha.

Si eso les parece bien, da igual que todo este lío esté siendo protagonizado por un partido tan sospechoso como el de Puigdemont (que eso no lo vamos a discutir) o que las fronteras sean un atraso (que es un argumento de ida y vuelta, me temo); si piensan eso, digo, tanto me da que sean ustedes españoles o nigerianos, terrícolas o lunáticos, pues nuestra discrepancia trasciende tan cortas definiciones. Están ustedes regalando el lado izquierdo con demasiada arrogancia a quienes no lo quieren.

Sin embargo es en esta cicatería (y pacatería) argumentativa (aunque, eso sí, «consensuada») en la que nos sentimos parte de la comunidad equidistante y también a la altura de la historia. Mientras no comprendamos que el futuro es una herencia debida, que la cultura es universal o no es, que la identidad es un concepto marcado, que la patria es el argumento de los asesinos, que los reyes son prescindibles y que preguntar es de sabios, seguiremos siendo bajitos y creyendo que la libertad es una prolongación de la pistola en la mano del mono.

La dictadura ha vuelto, la censura ha vuelto, pero la culpa es de alguien así que tranquilos. Los problemas de Cataluña son de uno que se ha vuelto loco, con meterlo en la cárcel se arregla el problema.

Lo que más me molesta es toda esa gente de izquierdas que mientras espera el cambio no advierte que su actitud responde a la elevada, patriótica (y «consensuada») obligatoriedad de perder, pagar y dejar propina.

Deja una respuesta