Si quieren, pueden

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Para triunfar en la vida, es necesario en primer lugar saber divertirse y, para ello, escoger bien a los amigos y a los enemigos. Deben ser superiores a la media, no carecer de inteligencia ni escatimar su ingenio; además es preciso que te necesiten (pero no hasta la muerte) y que sean valerosos en la crítica y parezcan, si no obviamente amenazadores, al menos grandes. Quien no los tiene sino de apariencia mediana o pequeña difícilmente percibirá sus propios defectos y virtudes y jamás sabrá valorarse a sí mismo con justeza. Necesitamos siempre cerca a quienes son capaces de vencernos: de otro modo, dormiremos quizás plácidamente, sin miedo, pero será bajo los anestésicos laureles de la estigmergia. Lejos de Avalon.

No todo el mundo sabe divertirse; aunque hay profesiones que lo facilitan. Por ejemplo: los novelistas se divierten más que los poetas (aunque ni sus amigos ni sus enemigos son comparables ni en cantidad ni en calidad a los que puede llegar a contar un poeta en cualquier celebración al azar). Saber celebrar el azar es también necesario para ser feliz; y no se refiere servidor a la lotería: el azar es algo muy diferente de la fortuna, la fortuna no hace a la gente feliz, sino confiada; el azar y, más concretamente, su cantidad es la verdadera medida de la autenticidad de la vida. Naturalmente, el azar no es algo que se produzca así como así: debe ser cuidadosamente planeado desde que se tiene edad para ello; la fortuna se nos da, pero el azar se toma y rodearse de amigos y enemigos satisfechos con su papel facilita muchísimo las cosas.

Servidor, por no abrumarles con citas, no es del todo feliz (es decir: no ha triunfado aún) porque está rodeado de un excesivo número de individuos que dicen ser sus amigos sin serlo y de otro tanto que ignoran que son sus enemigos, y así no hay manera. Servidor, sin embargo, no deja de ponerle remedio a tal desorden provocando, a través de distintas, retorcidas y cada vez más ingeniosas vías, un sin número de situaciones azarosas hasta el absurdo, pero eficacísimas en la práctica. ¿Para qué? Para poner en su sitio las cosas: cuanto más conocidos son tu amigo o tu enemigo, menos respeto merecen y menos aportan a la diversión que, si eres listo, te mereces.

La Navidad (tenía que salir el tema) es una época sumamente propicia para aumentar nuestras posibilidades de éxito. No hay un momento igual paras crear una situación milimétricamente azarosa de la que sacar ventaja que cuando el otro se siente inclinado a la felicidad. La Navidad es el teatro perfecto para corregir ese reparto de papeles por el que fulano cree ser uña y carne contigo y mengano se siente a salvo de tu armamento. Todo el mundo se instala en la mansedumbre derivada del esfuerzo que supone ver al otro sin desconfianza, y cae en una autosatisfacción que lo convierte en objetivo óptimo. Por eso servidor se plantea la Navidad con frialdad de biógrafo.

Servidor ha pasado algunas navidades incuestionablemente perfectas. Por ejemplo la que pasó en su piso de soltero, pocos días después del 23 de febrero del año 1981, leyendo a Proust. Leía a Proust cuando una voz en la radio anunció que faltaba un cuarto de hora para que el cambio de año fuese oficial. Cerró el libro (no sin anotar mentalmente la página) y bajó a la calle para caminar hasta un bar cercano llamado El Yunque, propiedad de un tal Pacoca. Allí pidió una ginebra que volcó con sumo cuidado a en la botellita de sidra con la que le agasajaron y se tomó (fingió hacerlo) las doce uvas. Luego orinó bajo la barra y se volvió a su casa entre insultos a seguir leyendo a Proust. A ustedes les parecerá que referir esta anécdota es un alarde innecesario, pero deben creer a un servidor cuando les asegura que aquella conjuración del azar, en semejante barrio, fue una de las mejores decisiones que tomó nunca. Desde entonces, servidor se ha sentido más capaz de obtener lo que desea, y desde entonces sólo ha ido a mejor. Se llama comportamiento positivo, autoafirmación, y no poder volver a pisar Tetuán es un precio modesto a cambio.

Por eso servidor le ha enviado una pelota de tenis a Geoffrey de Monmouth, una manzana de la huerta a Shakespeare y, mentalmente, un pájaro de fiemo a su vecino y por eso no quiere despedirse de ustedes hasta el año que viene (que promete inaugurar hablando de poesía) sin recomendarles encarecidamente que durante estas fiestas hagan algo realmente útil para frenar la estigmergia y, en consecuencia, mejorar sus vidas. No se preocupen pensando que es más fácil para un poeta, o para un novelista o para un pianista; pueden. Si quieren, pueden.

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