Los nombres

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Cualquier libro de autoayuda les dirá a ustedes que ignoren todo aquello que retrase su determinación. Pero servidor tiene observado que quien así actúa termina, irremediablemente, limitando su percepción de la realidad a ese manojo de asuntos cuyos entresijos le mantienen personalmente a flote. Por ejemplo: hoy servidor es capaz de soportarse a sí mismo a pesar de no saber nada sobre cierta escritora bielorusa porque hace tiempo que asumió sus limitaciones. El hombre determinado, sin embargo, encontrará hoy un buen pretexto para explicarle al mundo que carece de tiempo para leer todo lo que le gustaría. No es cierto: lo cierto es que una persona que carece de tiempo para leer lo que quiere es un tibio que se las apaña para que cierta escritora bielorusa no forme parte de su realidad y punto. Por contra, todo aquello que haga peligrar verdaderamente su mundo, será de su incumbencia hasta que esté resuelto o enterrado, es decir: hasta que deje de ser de su incumbencia. Entre medias se pierde no lo mejor de la vida, que de todo habrá, sino su libertad (de él y de la vida). Algo así.

— Para triunfar en la vida hay que prescindir de tener una vida, intenta ayudar a un servidor su gato Pangur.

Pangur (disculpen los viejos lectores de un servidor esta aclaración dirigida al siempre hipotético recién llegado) es, como está dicho, el gato de un servidor.

— No me llamo Pangur.

Sí, cierto, lo olvidaba: Pangur lleva unos días solicitando un cambio oficial de nombre. Servidor ha intentado explicarle que semejante gestión, en su caso, no es nada fácil. No porque servidor no pueda ir al veterinario y hacer el ridículo planteándole la correspondiente al licenciado, sino porque teme que éste le tome por lo que no es.

— ¿Te da miedo que te tome por tonto?
— …
— Eso a mí me da igual, y a ti tampoco debería de importarte.
— Tienes razón, Pangur, es cierto. ¿Cómo quieres llamarte?
— Podemos.

La paciencia de un servidor no es mucha, nunca fue mucha, y sin embargo no recuerda un día en el que no haya sido puesta a prueba por algún animal. Ahora, todo hay que decirlo, comprende que su gato es ya lo bastante mayor como para empezar a mostrar síntomas de senilidad.

— ¿Podemos?
— ¡Sí!
— Pero Pangur es un nombre tan bonito…
— Pangur es un nombre por cuyas referencias hay que preguntarse y cuyas resonancias exigen estudio; ¡y eso es cultura de casta!
— ¿De casta?
— De casta.

Es obvio que el gato Pangur está a punto de desbarrar del todo en su determinación. Afortunadamente este cuento está contado por un servidor, y no va a significar nada que servidor no quiera, y no quiere que Podemos sea el nombre de su gato, ni siquiera el de su perro. Podemos es…

— Te opones irracionalmente a la novedad.
— Hago lo que me da la gana.
— Porque eres un antisocial.
— Y tú no.
— Tengo mis derechos.
— Pues ahí está la puerta, todo derecho, ve tú mismo al veterinario.
— ¿Puerta?

Pangur, que acaba de salir por la ventana con aires de filósofo ofendido, nunca se iría de verdad, como servidor nunca se lo pediría. Si no puedes pedirle a un gato que se quede menos aún puedes pedirle que se marche.

— ¿Pero por qué te quieres llamar Podemos?, ¿tú no eras anarquista y monárquico?, le grita servidor a una mancha en la niebla.
— ¿Cómo?
— ¿Qué?
— ¿A quién le gritas así?, pregunta Raquel que acaba de levantarse de la siesta.
— Ah! …a nadie, al gato. ¿Tú aún te llamas Raquel?
— Qué tonto eres. Cierra esa ventana, anda, y no te preocupes por Podemos, que ya volverá cuando tenga hambre.

Quizás servidor esté haciéndose mayor, pero, como a Svetlana Alexievich, le gusta saber cómo se llama la gente que le rodea. Dale todas las vueltas que quieras (piensa servidor): te llamas como te llamas, y lo demás es traición. Eso piensa, y también que va a tener que escribir este cuento otra vez, desde el principio.

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