Un fracaso anunciado

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Un tal Hunter Lee Soik ha inventado la versión digital del atrapasueños y le ha puesto el pretencioso nombre de Shadow. Cree el hombre que semejante ingenio puede ser útil: registra los sueños y los arroja al turbio pozo de lo hipnótico-navegable. Crear una base de datos de lo que nos sucede en estado de natural narcosis es, además de una tontería terrorífica, una idea terrorífica. Desde luego hay muy pocas cosas más aburridas que el relato de un sueño (algunos cómicos españoles, algunos poetas españoles, algunos políticos madrileños, algunos políticos coreanos, algunas mascotas y las terapias orientales) y la necesidad de comunicarlo al mundo no acaba servidor de entenderla. ¿Puede alguien (que no sea Soik, el depredador) sacar provecho de Shadow? ¿Las agencias de marketing?, ¿las de espionaje?, ¿la Iglesia?, ¿la psiquiatría? Los psiquiatras, al menos, verán aumentar rápidamente su clientela, pero por trastornos derivados de la falta de sueño ya que la aplicación de marras le despierta a uno cuando detecta que ha soñado, para que uno pueda «socializar» diligentemente su pequeño delirio (por ejemplo, que ha visto que el número 51116 ganaba la lotería).

Lo bueno de los sueños es que escapan, o han escapado hasta ahora, de la cadena de producción. Carecen de precio y (salvo algún caso improbable y aún no documentado de semejante perversión hipnagógica) no admiten publicidad comercial. ¿Les parecería interesante saber que Obama ha soñado que su perro citaba a Abraham Lincoln mientras pedaleaba en una bicicleta estática BH Wellness?, ¿o que Merkel se ha contemplado a sí misma en traje de novia y del brazo de Vicente del Bosque repartiendo juguetes Famosa entre los votantes de Bündnis 90 / Die Grünen? Pues menos interesante aún será saber que ambos han soñado en realidad que volaban, corrían sin avanzar, iban al colegio en zapatillas o visitaban el zoológico con un desconocido que tenía la cara de su madre con barba. No deben de de ser muy diferentes los sueños de unos y otros y no cree servidor que merezca la pena almacenarlos. Lo singular de los sueños es que constituyen el pase único de una película proyectada entre el desvanecimiento y la mistificación; y,además, en la medida en que no son precisamente populares, carece de sentido compartirlos. Compartir es desmenuzar, y desmenuzar un sueño (pieza menos que individual, ya se sabe) es como intentar ordeñar a un mosquito con guantes de boxeo.

Soik (el malvado, el intruso) confía (a costa de impedirnos dormir a pierna suela) en que la tecnología encuentre el modo de extraer del cerebro amodorrado un catálogo de sus deseos más secretos, lo que hace de él una persona desleal y hasta peligrosa. Lo último que vamos a consentir, al menos aquí en Magaz de Abajo, es que venga nadie a espiar nuestros sueños. A servidor, de hecho, son lo único que le queda del oscuro diálogo simbólico de una especie en decadencia y espera morir con la seguridad de que han sido siempre un asunto privado, al menos los que nunca se preocupó en estilizar para darle a alguien la murga en ausencia de mejor tema de conversación, o que no se convirtieron en un poema tan alejado de su original como pudiera estarlo el lector de una novela de Paulo Cohelo del misterio del ser. ¿Tiene un sueño (intrascendente lejos de la presencia de su legítimo autor y lector) derechos de propiedad intelectual? No, pues un sueño no es un objeto «intelectual», ni siquera el rarísimo y sublime. Otra cosa es lo que cada uno haga con él. ¿Será delito ofender a España en sueños? Servidor no venderá sus visiones (si acaso sus poemas, que son la parte evasiva), y desde luego nunca regalará eso que tras fulgurar un instante en el difuso horizonte de la conciencia, se encierra sin escándalo, de nuevo, en la sombría trastienda permanentemente vigilada por el taimado y celoso yo.

… Y mirad, se queda,
y pronto los fragmentos pálidos de formas hermosas
vuelven temblando, únense y de nuevo ya
la laguna se vuelve un espejo.

Coleridge sabía que en el interior del espejo no se puede permanecer y que de él no se vuelve, nunca, con una historia precisa o fiable, y nosotros sabemos que si el roce entre la realidad y el deseo genera progreso y frustración a partes iguales, lo que genera el roce entre fantasía y deseo tendrá que ser estrictamente biológico. Lo que sea que semejante asociación produce no debería, en ningún caso, intentar expresarse en palabras por muy poéticas que estas fuesen. «La noche es la mitad de la vida, y la mejor mitad» dijo con ejemplar economía Johann Wolfgang von Goethe, quizá pensando en Endimión.

Pero un sueño contado no es ya un sueño real, pues cuando el lenguaje enciende las luces produce sus propios contornos (y estos sus comediantes, y estos sus peripecias) siempre; y lo que permanece a salvo está en su casa nocturna de un servidor, en su onírico guiso de un servidor tan ricamente y no puede nadie ponerlo en riesgo sin merecerse el odio eterno de un servidor. Soik (el monstruo, el diablo, el fantasma) y más aún quienes se interesan por su aberrante artilugio, esperan seguramente evitar que el cerebro siga dedicándose ocho horas diarias a asuntos propios. Hay vida dentro del cerebro, sí: una tan libre y tan pura que hasta a nosotros mismos nos alarma en ocasiones pues ni depende de nuestra voluntad ese último reducto de lo sagrado, que no de lo divino, al que ningún programador de tres al cuarto accederá jamás si no parece nuestra madre con barba.

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