Un pan como unas hostias

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Un pan como una hostias ha hecho al final don Artur Mas después de crispar a tirios y troyanos con una pataleta tan legítima como oportunista. Incluso si se equivoca un servidor aventurando la intención puramente estratégica de Mas y no achacando a justa indignación una actitud política tan desbocada, lo cierto es que en política la diferencia entre lo que pasa y lo que parece que pasa es siempre despreciable. En cualquier caso, y visto el resultado, no hay quien pueda a estas alturas hacer un análisis que no ponga en duda la necesidad de gesticular tanto sobre un alambre tan fino. Si la pirueta (que hemos pagado de un erario que no está para muchas visitas) prometía beneficios, finalmente, los han recogido otros.

A pesar de saber que la gente agavillada tiende a improvisar sus consignas extrayéndolas de una memoria mítica no siempre acorde a su causa real, oír esos gritos de «libertad», «libertad» (así, sin dativo ni matiz) que se escuchaban en las sedes de algunas de las formaciones «ganadoras» (que han sido todas menos la ganadora y los de siempre) le ha resultado a servidor algo desproporcionado y hasta contradictorio. Si hay de verdad algún catalán pensando que el derecho a someter a consulta una mayor autonomía, e incluso la independencia hasta la separación, va a darle, en términos prácticos, más libertad de la que tiene debería de considerar muy seriamente su preferencia por las anticuadas lentes bifocales. Lo cierto es que oír gritarle «libertad» a un coco indistinguible del hada, en pleno acoso y derribo de las economías modestas y los derechos sociales, le hace a uno sospechar la grave manipulación a la que está sometido el común.

Pero, volviendo al tema, conviene no olvidar que las elecciones catalanas no eran sólo una solicitud de apoyo en un enfrentamiento. El gran asunto no ha eclipsado en ningún momento al asunto acuciante (la gestión de la crisis), y sería poco realista negar que los comicios han otorgado a Mas un voto condicionado: lo que el pueblo catalán le ha dicho a su anterior y futuro presidente es que abunde en la reflexión soberanista sin histerismos, pero sobre todo sin una mayoría que hubiese usado para realizar recortes aún más dolorosos que los impuestos desde el gobierno de la Nación. Visto así, los que salen ganando son los catalanes; al menos hasta que los pactos (que los habrá) les amarguen la fiesta. Y el que ha perdido, otra vez, es Rubalcaba, empeñado en su mansedumbre caracolera, cambiando crédito por tiempo. Ya veremos.

Estratégicamente hablando (pensando como un político) es evidente que a los instigadores les ha salido el tiro por la culata, luego el proceso sobraba. También es evidente que si la caja de los truenos no se ha cerrado es porque alguien se ha pillado en ella los dedos, pero los caminos de la democracia son inexcrutables, y a lo mejor esa rendija oxigena debates más generales. De momento «la voluntad de un pueblo» ha dicho «no» a la voluntad de un hombre; y es que «en política sólo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela», dijo don Antonio Machado que, como buen poeta, se movía con soltura en la brevedad.

Servidor no puede evitar su simpatía incondicional hacia quienes persisten en la derrota venga de donde venga. De hecho, lo que más odia servidor en este mundo es a la gente incapaz de hacerlo: traidores inconscientes a una causa más profunda que su expectativa de mando. Quienes no saben persistir en la derrota (esfuerzo que implica naturalmente la voluntad de retomar el rumbo) frenan al hombre en su ir hacia la realización de las esperanzas que lo definen. La derrotada, la gran derrotada de un tiempo a esta parte, ha sido la sociedad. Pero miren por donde la estrategia, una vez más, se ha vuelto trampa y quien pensaba dejarse elevar sobre la ola ha resultado revolcado en la arena. Don Artur Mas, a su pesar, lo que significa que no todo es inevitable, ha permitido a la sociedad catalana corregir el rumbo enviando un mensaje que no responde a ninguna de las propuestas: seny.

Necesitamos salvar el concepto mismo de sociedad, por cierto, en cuanto organismo fuerte y pensante para poder reflexionar con la cabeza fría, para poder seguir adelante y en paz hacia un mundo más equitativo, más justo y menos apegado a ciertas fórmulas que, por muy dictadas por los dioses que les parezcan a algunos tarados, no funcionan. La sociedad no es la responsable de los errores de una élite, ni su producto, ni su coartada: es el espacio de unas libertades posibles gracias a unos derechos respetados y a unos deberes autoimpuestos. Los políticos (unos más que otros, pero cada cual en su medida) deberían dejar, de una vez, de utilizarla para mantener su propio equilibrio, o acabarán gesticulando en el aire, comiéndose su pan como unas hostias en esa nueva época que está al caer y contra la que, según parece, está prohibido defenderse. Ya veremos.

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