WikiLeaks, el anticristo y una camarera

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WikiLeaks o, para ser más precisos, Julian Assange, ha sido seguramente lo más parecido al anticristo que un ciudadano del siglo XXI, crea o no en esas cosas, podía imaginarse. Y aunque nadie sabe exactamente cómo juzgar a un hombre que –porque ha sido capaz no solo de levantarle las faldas al imperio para ser acusado, a renglón seguido, de hacer lo propio con un par de ingenuas jovencitas suecas, sino de entregarse a las autoridades y comenzar así un pulso de resultado incierto– nos perturba y agrada por la tranquilidad de su estar. Assange ha eclipsado gobiernos durante algún tiempo, lo cual es toda una proeza en estos tiempos de usar y tirar, y también ha agitado por las solapas a un periodismo que estaba a punto de rendirse ante su esperpéntica falta de movilidad para escudriñar realmente el mundo. WikiLeaks vino a poner las cosas en su sitio y, de nuevo y por fin, hay buenos y hay malos, o verdad y mentira. Salvo por que su impostura, en lugar de alejarnos definitivamente de la política (lo que los políticos, demasiado empeñados en salvarse a sí mismos por encima de cualquier crisis, estaban consiguiendo a gran velocidad) la ha vuelto más humana, su actitud sigue entredicha.

Al común nos resultaba gratificante encontrar en los chismes de lujo que servía WikiLeaks la constatación de que una gran parte de nuestras paranoias conspirativas no eran del todo inciertas y, más aún, que las carpetas sub rosa no tienen sobre la realidad más información de la que nosotros mismos, sin creérnoslo, teníamos. Esa, si quieren ustedes, es la parte buena, que colaboró no poco a que la ciudadanía se decidiese a airear sus opiniones y a exigir una existencia más real (más humana) de la que el voto cuatrienal le confería. La mala (y todo anticristo debe tenerla) es que Assange minó seriamente la confianza que las relaciones internacionales, al menos en los despachos de las embajadas, requieren. Nadie puede pensar a estas alturas que la cordialidad nacida de la seguridad en la discreción del otro vuelva a reinar en las cancillerías. El anticristo es reo, y el juego del escondite vuelve a estar muy de moda, pero ya no es lo mismo.

El problema, satisfacción añadida, era de América de Arriba, pero no tan grande. Ningún papel salió de los despachos del vaticano o de la mesita de noche de algún Primer ministro noruego, ni siquiera citaban éstos las manipulaciones de la SGAE o las oscuras motivaciones de las calificadoras de riesgo, o aludían a pista alguna que nos orientase sobre las implicaciones de los Credit Default Swaps en las fluctuaciones de la crisis, y eso alimentaba nuestra percepción del fenómeno como algo no exactamente ligado al periodismo y sí groseramente relacionado con el espionaje casero, de cotillón y, quizás, vengativo. Una especie de trampa de la trampa ya que finalmente casi llegamos a sentir cierta compasión por estos espías espiados, por estos magos de la manipulación ahora abiertamente manipulados. Que el peón ponga en jaque al rey es algo que siempre gusta. Pero para hacerlo bien hay que haber jugado como un caballero y a nadie se le escapa que los métodos de Assange, por muy bien que supiera estar y siga sabiendo estar, no eran mejores ni más legales que los de sus poderosas víctimas o sus pudorosas acusadoras.

Y más: en este juego de abusadores abusados tendemos a olvidarnos de que todo lo que los documentos en liza contenían era «fulano dijo». No vimos memorias de obligado cumplimiento, directrices secretas o circulares impositivas con la firma de quien puede imponerse. Todo lo que supimos es que estaba demostrado que «Diego dijo». Pero a pesar de ello tendimos con demasiada frivolidad a dar por cierto el contenido de la comunicación, confundiendo la veracidad de la cita, opinativa, con la fiabilidad de Diego. No es un error gravísimo, pero podría serlo. También había contenidos de mayor compromiso, pero nada que rebasase el grado de frustración que los seres humanos podemos tolerar y hasta consentir como consecuencia de nuestra avaricia, nuestro miedo o nuestra estupidez. Lo que no resta importancia, ni gracia, al hecho de que no va a juzgársele por eso, sino por algo tan alejado de eso que no podemos dejar de ver una mano de más en la fotografía.

También se está juzgando, en América de Arriba a un banquero acusado de intento de violación, abuso de poder y otras lindezas y en su caso voy a respetar la presunción de inocencia, que no es una verdadera presunción (por definición dudosa) sino precisamente la afirmación que no requiere ser demostrada, y voy a esperar prudente y pacientemente a que se pronuncie la justicia sobre lo consistente o inconsistente de la veracidad de su versión; y ello aunque sospeche como sospecho que una camarera de hotel nunca se metería en un juicio de tal magnitud sin una prueba de cargo regular y lícita. Pero en el caso de Assange no pienso esperar nada ni disimular mi simpatía por el acusado. Lo de abusar de dos suecas puede sonar a lo que ustedes quieran en cualquier parte del mundo, pero aquí, en Magaz de Abajo, donde nieva en mayo y el viento no se ha embridado un sólo día desde que el mundo fue público, es una afirmación que suena a embuste sin refinar y sospechosamente oportuno, aquí asegurar que se ha abusado, o que alguien ha abusado de dos suecas es como afirmar que uno mismo ha sido devorado por dos tigres (Gila in memoriam).

Hay muchos que no saben a qué lado inclinar sus simpatías últimamente, que no saben si quieren un mundo más transparente y nuestro o seguir fiados al cuidado de la propiedad generosa y, en tiempos de grandes crisis morales, visten su pose de neutralidad. No es imprudente estrategia, pero Dante advertía –e intento ser muy cuidadoso en esta última parte de mi discurso– que los lugares más calientes del infierno estaban reservados para ellos. Lo que quiero decir es que el caso Assange posee una dimensión ética de imprevisible y romántico alcance (no es un dibujo a vuelapluma, no es un ejemplo construido a retazos); el caso Strauss-Kahn (sin duda alguna muy grave) es lo que es: un gordo rico y bajito y malcriado y con cara de malo contra una subalterna, Nafisatu Dialo, presuntamente víctima de su zafiedad. Desgraciadamente se ve todos los días, y desgraciadamente todos los días se nos olvida que lo hemos visto. A lo mejor no es cierto, pero va a dar igual. Es la caricatura lo que juzgamos. Y es necesario hacerlo.

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